38

Sofía

No sabía cuánto se podía tensar una cuerda hasta que sentí que la mía estaba a punto de romperse. Estaba de pie en el ático del edificio donde Alexander se escondía, con las ventanas abiertas y el viento frío de la noche acariciando mi piel como una advertencia. Afuera, la ciudad se deshacía en luces rojas y sombras, tan viva y peligrosa como siempre. Pero era dentro de mí donde el verdadero caos se desataba.

Desde que Alexander volvió, algo dentro de mí se había reactivado. Un temblor sutil. Una furia dormida. Una pasión indómita que me mordía los talones y me empujaba hacia él, aunque mi cerebro gritara que corriera en dirección contraria.

Lo odiaba por muchas cosas. Por desaparecer. Por arrastrarme a su mundo. Por hacerme amarlo cuando todo a su alrededor parecía hecho para destruirme.

Pero también lo necesitaba. Y eso, más que cualquier amenaza externa, era lo que más miedo me daba.

—Están cerca —dijo él, su voz baja, tensa, como una cuerda al borde del chasquido. Estaba apoyado en la pared opuesta, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. No me miraba. Y eso me enojaba más de lo que debería.

—Lo sé. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Esperar a que nos caigan encima como si fuéramos estúpidos?

Alexander alzó la cabeza, sus ojos encontrando los míos como dos faros encendidos en mitad de la tormenta. Su rostro, por un momento, se suavizó. Como si aún pudiera sentir.

—No vamos a esperar. Pero tampoco pienso dejar que te pase nada, Sofía.

—Ya me pasó todo, Alexander —respondí con una risa amarga—. ¿Te acuerdas? Cuando te fuiste. Cuando me dejaste con ese maldito contrato como único consuelo. Cuando me rompiste.

Él dio un paso hacia mí. Luego otro. Como si cada centímetro fuera una confesión silenciosa. Como si tuviera miedo de tocarme y que me deshiciera entre sus dedos.

—Lo sé. Y juro por todo lo que tengo que me arrepiento cada día —susurró.

Me quedé inmóvil. No por su arrepentimiento. Sino por lo que venía después.

—Pero esta vez no te vas a ir, ¿verdad?

—No. Esta vez nos iremos juntos si es necesario.

Por un segundo, imaginé eso: los dos escapando de todo, como si el pasado pudiera quedarse atrás solo con cruzar una frontera. Pero las sombras eran más listas que eso. Y no perdonaban.

—Hay algo que no te conté —dije en voz baja, tragando con dificultad—. Antes de que volvieras, me contactaron. Los mismos que te quieren muerto.

Él se congeló. Su cuerpo entero se tensó como si fuera a saltar sobre mí, a interrogarme. Pero en lugar de eso, solo murmuró:

—¿Qué te dijeron?

—Que sabían dónde estaba. Que si no te entregaba, lo harían ellos. Que esto no es un juego, Alexander.

Él se acercó a mí de golpe, su aliento chocando con el mío. Su energía me envolvió como una tormenta eléctrica.

—¿Y qué hiciste?

Lo miré directo a los ojos. Sin pestañear. Sin temblar.

—Los mandé al demonio.

Un silencio cayó sobre nosotros. Pero no era incómodo. Era como el instante justo antes de un disparo. O de un beso.

Él me tocó la mejilla con la yema de los dedos, casi con miedo. Y vi en su mirada la culpa, el dolor, y algo más oscuro… algo que no estaba segura de poder sostener.

—Te he puesto en peligro, otra vez —murmuró.

—No me pongas en una vitrina, Alexander. No soy de cristal. Estoy cansada de ser la que espera, la que huye, la que se rompe.

Él asintió, pero sus ojos estaban cargados de tormenta.

—No los subestimes. Esta gente… no juega limpio.

—¿Y tú sí? —espeté—. Porque si vamos a hablar de juegos, tú también me hiciste jugar sin saber las reglas.

Esa fue la gota. Se acercó, me sujetó de los brazos y me atrajo hacia él como si necesitara respirar desde mi boca. Pero no me besó. Solo apoyó su frente en la mía.

—Lo sé. Y lo odio más de lo que puedes imaginar.

Hubo un golpe en la puerta. Uno seco. Corto.

El cuerpo de Alexander se tensó contra el mío. En un segundo, se separó, tomó la pistola que escondía detrás del sofá, y caminó hacia la entrada.

Yo me moví tras él. No porque fuera valiente. Sino porque el miedo se sentía menos paralizante cuando estaba cerca de él. Cuando podía ver su espalda, ancha y fuerte, bloqueando el peligro.

—No abras —dije.

—Ya saben que estamos aquí.

La puerta se abrió con un crujido. Detrás, tres hombres. Trajes caros. Sonrisas baratas. Y esa mirada de tiburón que conocía demasiado bien.

—Alexander Blackwood —dijo uno de ellos, el del centro—. Te estábamos buscando.

—Y yo deseando no verlos nunca más —respondió Alexander con voz firme.

—No es personal. Solo negocios. Tú sabes cómo funciona esto.

—¿Y venir a amenazarme en mi casa es parte del trato?

—No venimos por ti. Venimos por ella.

El mundo se volvió hielo.

—No —gruñó Alexander—. No se la van a llevar.

Los hombres se miraron entre sí. Uno sacó un arma. Todo ocurrió en segundos. Disparos. Gritos. Cristales rotos.

Me tiré al suelo instintivamente, cubriéndome la cabeza, el corazón latiendo como un tambor de guerra. Sentí a Alexander moverse, gritar mi nombre, devolver fuego. El olor a pólvora llenó el aire como una nube tóxica. Todo era caos.

Y de pronto… silencio.

Cuando levanté la cabeza, Alexander estaba de pie. Respirando con dificultad. Dos de los hombres estaban en el suelo. El tercero había escapado. Y la sangre manchaba la alfombra como una pintura maldita.

—¿Estás bien? —preguntó, corriendo hacia mí.

Asentí. Pero por dentro estaba rota. Otra vez. Diferente. Más hondo.

—Te dije que te pondría en peligro —murmuró, hundiendo el rostro en mi cuello.

—Y yo te dije que no iba a huir.

Nos quedamos así. En el centro del infierno. Apretados el uno contra el otro. Como dos idiotas que creen que el amor puede sobrevivir a una guerra.

Pero lo peor… es que tal vez lo haga.

Porque aunque mis piernas temblaban, mi voz fue firme cuando dije:

—Esta vez, Alexander, no me sueltes. Pase lo que pase.

Y él respondió con una promesa apenas audible, casi rota:

—Nunca más.

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