Sofía
No sabía cuánto se podía tensar una cuerda hasta que sentí que la mía estaba a punto de romperse. Estaba de pie en el ático del edificio donde Alexander se escondía, con las ventanas abiertas y el viento frío de la noche acariciando mi piel como una advertencia. Afuera, la ciudad se deshacía en luces rojas y sombras, tan viva y peligrosa como siempre. Pero era dentro de mí donde el verdadero caos se desataba.
Desde que Alexander volvió, algo dentro de mí se había reactivado. Un temblor sutil. Una furia dormida. Una pasión indómita que me mordía los talones y me empujaba hacia él, aunque mi cerebro gritara que corriera en dirección contraria.
Lo odiaba por muchas cosas. Por desaparecer. Por arrastrarme a su mundo. Por hacerme amarlo cuando todo a su alrededor parecía hecho para destruirme.
Pero también lo necesitaba. Y eso, más que cualquier amenaza externa, era lo que más miedo me daba.
—Están cerca —dijo él, su voz baja, tensa, como una cuerda al borde del chasquido. Estaba apo