37

Alexander

La ciudad tenía el mismo rostro de siempre, pero el aire había cambiado. Podía sentirlo en la forma en que las luces parpadeaban, en cómo el concreto parecía más frío, más indiferente. No era la ciudad. Era yo. Era ella. Era el espacio invisible que Sofía y yo habíamos construido entre nosotros, tan espeso como humo, tan letal como una bala silenciosa.

Sabía que había vuelto.

Lo supe antes de que mi asistente murmurara su nombre con esa mezcla de sorpresa y alarma. Antes de que su perfume se filtrara en el ascensor privado, como una burla al olvido. Antes de que mi corazón, maldito traidor, empezara a latir con ese ritmo desigual que sólo reconocía una cosa: ella.

Sofía.

Había regresado.

Pero no sabía si lo hacía para quedarse o para destruirme de una vez por todas.

—¿Desea que cancele su reunión con el consejo? —preguntó William, siempre eficiente, aunque por dentro ardiera de mil preguntas que nunca se atrevería a hacer.

Lo miré. No respondí.

¿Y si decía que sí? ¿Y si cancelaba el mundo entero sólo para verla cinco segundos antes?

Pero ya no era ese hombre.

O al menos fingía no serlo.

—Déjalo. Que el infierno continúe sin mí un par de horas más no va a desmoronar este imperio. —Tomé mi abrigo y salí.

Sabía exactamente a dónde ir.

Sofía no era del tipo de esconderse. Ella enfrentaba, ella atacaba. Siempre con esa dulzura peligrosa en la voz, como si pudiera acariciarte con una daga. Así que no me sorprendió encontrar su coche aparcado frente al antiguo apartamento que le había comprado. Tampoco me sorprendió que no me avisara. Esto, entre nosotros, nunca se trató de formalidades. Ni de sutilezas.

Me quedé frente a la puerta por segundos interminables. Podía oír su respiración del otro lado. No literalmente, pero sí. Yo la conocía en cada célula. Incluso en la distancia, podía sentirla. Lo que me aterraba no era el hecho de que estuviera allí. Era el no saber si me dejaría entrar.

Toqué.

Una sola vez.

Y ella abrió.

Maldita sea. Estaba tan hermosa que dolía. Y no de esa forma poética y romántica. Dolía. Como un puñetazo en el estómago. Como un recuerdo tatuado a fuego.

—Hola —dijo con voz baja.

Ni un reproche. Ni una sonrisa.

—Hola —respondí. Me tragué todo lo que realmente quería decir. Como que la extrañé. Como que cada noche sin ella fue un castigo que me impuse con gusto. Como que todavía era mía, aunque me odiara.

Me hizo un gesto con la cabeza y entré. El lugar olía a ella. Pero también a silencio, a distancia, a paredes recién reconstruidas con orgullo y cicatrices.

Se sentó en el sofá, cruzando las piernas con esa mezcla de elegancia y desafío. Me senté frente a ella, en la silla que había sido mía muchas veces. Ahora era territorio neutral.

—¿Por qué volviste? —pregunté.

Quise sonar frío. Soné roto.

Sofía me miró. Sus ojos no eran los mismos. Tenían sombras nuevas. Dolor que no recordaba haber causado, pero sabía que lo había hecho.

—Porque no puedo pelear desde lejos. Y porque alguien tiene que salvar lo que tú estás destruyendo.

Touché.

—¿Y yo? ¿Te importo aún? —Sí, lo pregunté. Sin armaduras. Sin barreras.

Ella no respondió de inmediato. Se levantó, caminó hacia la ventana, y se quedó mirando la ciudad. Sus hombros estaban tensos. Su cuello expuesto. Vulnerable. Mortal.

—No vine por ti, Alexander —susurró—. Vine por mí. Por lo que queda de mí… y por lo que todavía puedo proteger.

La verdad nunca dolió tanto.

Y sin embargo… esa honestidad la hacía más fuerte. Más deseable.

Más mía.

—He cambiado —le dije.

Rió. Amargo. Irónico. Hermoso.

—No lo suficiente.

Y tenía razón.

Nos quedamos en silencio. El tipo de silencio que grita. Que se retuerce. Que suda tensión y deseo, como un preludio que ninguno quiere tocar pero ambos necesitan.

—¿Te hizo daño alguien? —pregunté de pronto, más brusco de lo que quería. El demonio protector que llevo dentro rugía con solo imaginarlo.

Sofía giró el rostro. Su expresión se quebró apenas. Lo justo para romperme.

—Me hice daño yo sola. Por confiar. Por amar. Por huir.

Eso… eso fue peor que cualquier golpe.

—Lo siento —dije.

Ella no respondió. Pero se sentó otra vez. Más cerca. Todavía no lo suficiente.

—Tú no puedes arreglarme, Alexander.

—Pero puedo quedarme a tu lado mientras lo haces.

Sus ojos se abrieron un poco más. Como si no esperara esa respuesta. Como si no creyera que yo pudiera ofrecer algo sin condiciones.

—¿Y si ya no soy la misma?

—Mejor. La otra versión ya me rompió el corazón.

Nos miramos. Largo. Profundo. Como si estuviéramos aprendiendo a conocernos otra vez. Pero no como extraños, sino como sobrevivientes del mismo naufragio.

—Necesito que sepas algo —dijo ella, de repente—. No estoy aquí para rogar amor. Estoy aquí para luchar. Y si tú eres un obstáculo… te apartaré.

La amenaza estaba allí. En cada palabra. Pero también la promesa.

—Entonces seré tu espada —susurré.

Ella entrecerró los ojos. No sabía si reír o llorar. Yo tampoco. Así que nos quedamos ahí, en ese punto muerto, deseando que el mundo se detuviera para entender lo que acababa de pasar.

—Hay cosas peores viniendo —dijo ella—. Y no pienso esconderme esta vez.

—Tampoco yo.

Me acerqué. No la toqué. No aún. Pero mis ojos buscaron los suyos. La tensión entre nosotros se volvió densa, casi física. Como un campo magnético al borde de la implosión.

—Vamos a hacerlo a mi manera ahora, Alexander. O no lo hacemos en absoluto.

—Perfecto. Estaba cansado de tener el control —respondí.

Su ceja se arqueó. Era su forma de decir mentiroso sin abrir la boca.

—Vamos a ver cuánto puedes aguantar.

Y ahí supe que estaba de regreso.

No sólo Sofía. No sólo la mujer que amaba.

Sino la reina de su propia historia.

La que iba a destruirlo todo.

O salvarlo.

Incluyéndome a mí.

Y yo estaba listo.

Para arder con ella. O para volver a empezar desde las cenizas.

—Juntos. Aunque nos cueste el mundo.

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