Alexander
El silencio es una maldita tortura.
No el silencio común, ese que se siente cuando estás solo en tu oficina con un buen whisky y demasiados millones que no llenan ni una sombra. No. Me refiero al tipo de silencio que cae cuando ella deja de mirarte como antes, cuando sus ojos ya no brillan de rabia o deseo, sino de decepción.
Sofía está sentada al otro lado del salón, con las piernas cruzadas y la mirada clavada en un punto invisible frente a ella. No me habla. Y lo peor es que no tengo idea de cómo hacer que vuelva a hacerlo.
He enfrentado a empresarios sin escrúpulos, negociado con mafiosos, salido ileso de tiroteos y traiciones. Pero esto... esto me está matando más que cualquier bala.
—Dime algo —suelto al fin, mi voz más áspera de lo que pretendía. Ella no se mueve—. Mierda, Sofía, ¿vas a seguir tratándome como si fuera un puto fantasma?
Lentamente, levanta la vista. Su expresión no tiene nada de la dulzura con la que solía mirarme en las mañanas, envuelta en mis sábana