El silencio en el mercado era tan denso que podía sentirse.
Todas las miradas estaban clavadas en nosotros, en ese espacio de aire cargado donde su pregunta seguía flotando:
¿Siempre sonríes?
Mis labios, entrenados durante años para mantener esa curva imperturbable, temblaron levemente.
La sangre seca en mis manos de pronto se sintió pesada, vergonzosa.
¿Cómo responder a eso?
¿Cómo explicar que la sonrisa era un escudo, un arma, una prisión… y la única razón por la que había sobrevivido todos estos años?
—La sonrisa es un refugio, Vastyr —dije finalmente, y el sonido de su nombre en mis labios me resultó extraño, casi prohibido—.
Cuando no tienes nada, al menos puedes tener el control sobre tu propio rostro.
Él no apartó la vista.
Sus ojos —esa mezcla desconcertante de tormenta y ceniza— parecían ver a través de mí, de la sangre, del mercado, de todo.
—Un refugio puede convertirse en una celda —respondió, y sus palabras me golpearon con una fuerza inesperada—.
He visto sonrisas