Roque Mendoza ya no era un hombre. Era una sombra arrastrándose por lo que quedaba de su imperio. Atrás habían quedado sus hombres, sus aliados, su control. La mansión había sido abandonada, y los que quedaban lo habían hecho por miedo o por rendición. Solo quedaba él. Y el odio.
Gerardo había muerto con un disparo limpio en la cabeza, cortesía de Luna. El Flaco se había desangrado en el suelo tras recibir un disparo en el abdomen de Sofía. Su círculo de confianza había sido destrozado por el mismo fuego que él ayudó a encender.
Roque no tenía plan. No tenía ejército. Solo una escopeta, dos pistolas viejas y una sed de venganza tan grande como el vacío que lo consumía.
Cruzaba las calles como un animal salvaje, gritando su locura al viento. Su ropa estaba sucia, los ojos desorbitados. Su respiración era agitada. No hablaba con nadie, porque ya no quedaba nadie. Ni siquiera para traicionarlo.
Y así llegó. Hasta Villa Carranza. Hasta el refugio.
El grupo no lo esperaba. Después de