La sala de guerra en la mansión Mendoza estaba más viva que nunca. En una larga mesa de roble, planos de la ciudad, fotografías satelitales y registros de vigilancia cubrían casi cada centímetro. Roque Mendoza caminaba de un extremo al otro con las manos detrás de la espalda, sus pasos marcaban un ritmo seco y constante.
—No pueden haber llegado muy lejos —decía mientras apuntaba con una vara metálica a uno de los mapas—. No con una niña enferma a cuestas. No con hambre. Están cerca. Se mueven de noche. Se esconden de día. Pero siempre regresan a su agujero.
A su alrededor, sus hombres asentían. Gerardo tomaba nota en su tableta. El Flaco jugueteaba con su machete, distraído, pero atento.
Entre ellos, sentada al fondo, estaba Sofía. No hablaba. Solo escuchaba. Era joven, quizás no mayor de veinte. Había llegado al círculo de Roque por obligación: hija de uno de sus tenientes caídos, había sido absorbida por el régimen del miedo que gobernaba Danma City. Hacía meses que fingía obedi