El cuerpo de Silvio Mendoza estaba sobre una mesa fría, aún vestido con la ropa empapada en sangre. El disparo en la rodilla había destrozado el hueso. El del pecho le había vaciado los pulmones. El tercero, en el centro de la frente, lo había silenciado para siempre.
Roque Mendoza lo miraba sin pestañear. El resto de la habitación, un viejo almacén convertido en morgue privada, permanecía en completo silencio. Solo se oía el zumbido de las luces fluorescentes, como moscas atrapadas en una botella.
Uno de sus hombres, Antonio, fue el encargado de darle el informe. Tenía las manos sudorosas detrás de la espalda, el rostro pálido.
—Lo encontramos esta madrugada, patrón. En el complejo del corredor este. En uno de los pasillos. Sin testigos. Sin cámaras. Solo un rastro corto de sangre. Ningún mensaje. Ninguna nota. Lo mataron rápido. Preciso.
Roque no respondió de inmediato. Su mandíbula trabajaba en silencio. Luego se acercó al cuerpo, tiró de la sábana que lo cubría y dejó al descu