El atardecer caía como una herida sobre Danma City. Las nubes teñidas de rojo se deshacían en el cielo mientras las sombras se alargaban sobre el concreto roto y los esqueletos de edificios vencidos por el tiempo.
Santi avanzaba con dificultad, apoyado en Luna, que lo ayudaba a caminar. Su herida en el costado sangraba menos, pero dolía como si cada paso fuera una puñalada nueva. La joven lo guiaba con paciencia, su mirada constantemente alerta, como si esperara una emboscada en cada rincón.
—Es ahí —murmuró Luna, señalando una vieja estructura de ladrillos, oculta tras una cortina de escombros y vegetación salvaje.
Santi frunció el ceño.
—¿Estás segura?
—Sí. Uno de los chicos del barrio me dijo que vieron a dos mujeres y una niña entrar ahí hace unas horas. Una de ellas tenía el brazo vendado. Deben ser ellas.
Santi tragó saliva. El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera romperlo desde adentro. Pensó en Sarah, en Zarella… en Indira. ¿Estaría viva? ¿Habría aguantado?
Se