La noche caía pesada sobre el refugio improvisado que Luna llamaba “hogar”. Era una fábrica abandonada en el borde sur de la ciudad, donde las torres de concreto se inclinaban como cadáveres cansados. Entre cortinas hechas con mantas viejas, un viejo calentador a gas chispeaba débilmente. Santi dormía en un colchón improvisado, su respiración lenta pero estable.
Luna se sentó a su lado, con una taza de café instantáneo en las manos. Sus ojos grises observaban la oscuridad por la ventana rota, y por primera vez en mucho tiempo, habló sin que le preguntaran.
—¿Sabés que esta ciudad solía tener parques?
Santi apenas abrió los ojos, curioso.
—¿Parques?
—Sí. Verdes. Con flores. Con bancos de madera y chicos corriendo. Antes de que los Mendoza se comieran todo.
Suspiró, removiendo el líquido de la taza.
—Mi viejo era bombero. Uno de los buenos. Un tipo recto, con manos ásperas y una risa fuerte. Nos llevaba a mi hermana y a mí a la Plaza Aurora todos los domingos. Comíamos pan con me