El amanecer se abría paso entre los escombros como una promesa rota. Sarah sostenía una taza de hojalata con un caldo tibio entre las manos, sentada junto a una fogata apenas visible. A su lado, Zarella afilaba su cuchillo con un trozo de metal oxidado. Indira dormía en una colchoneta vieja, envuelta en varias mantas. Su respiración seguía siendo débil, pero ya no jadeaba como antes. Las medicinas que habían encontrado, aunque escasas, le habían dado algo de alivio.
—Parece que la va a contar —dijo Zarella en voz baja, mirando a Indira.
—Si aguanta unos días más, va a salir de esta —respondió Sarah, sin despegar la vista del fuego.
Silencio.
Solo el crepitar de la madera y algún perro ladrando en la distancia.
Hasta que alguien se acercó corriendo. Era un joven del barrio, un flaco escurridizo al que todos llamaban "Mono", un tipo que se ganaba la vida llevando mensajes y vendiendo chismes. Se detuvo frente a ellas, agitado, con los ojos abiertos de par en par.
—¡Lo vieron! —sol