El refugio se encontraba sumido en un silencio espeso. Cada rincón parecía cargado con la tensión de la incertidumbre, como si hasta las paredes contuvieran el aliento esperando alguna noticia. En una de las salas, sentadas alrededor de una mesa improvisada, estaban Sarah, Sofía y Luna. Frente a ellas había tazas con agua tibia que nadie bebía.
—¿Y si…? —comenzó Sarah, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Sus manos temblaban levemente sobre su regazo.
—¿Si qué? —preguntó Luna, aunque sabía bien hacia dónde iba esa pregunta.
—Si pasa lo peor. Si no regresan. —Sarah bajó la mirada, su voz rota—. No soportaría perder a otro de mis hijos. O a Santi.
Sofía respiró hondo. Su expresión era dura, casi fría, pero las pupilas brillaban con un brillo que traicionaba su miedo.
—No podemos pensar así. Si lo hacemos, es como abrirle la puerta a la tragedia.
—Eso es una tontería —contestó Sarah, con un hilo de risa amarga—. La tragedia no necesita invitación. Entra igual.
Luna apretó los