Santiago apenas podía con sus piernas. Había caminado casi sin detenerse durante dos días completos, arrastrando el cuerpo como si estuviera hecho de plomo, pero empujado por una fuerza ciega que le quemaba el pecho. Dormía de a ratos, apoyado contra troncos o rocas, la pistola siempre al alcance de la mano.
El bosque empezaba a abrirse hacia una zona de claros. El sol caía de lado, tiñendo el cielo de un naranja intenso, mientras el canto de los insectos llenaba el aire como un coro inquietante. Fue entonces que vio algo: humo. Una delgada columna gris que se elevaba entre los árboles. No era un fuego grande, probablemente un fogón. Pero significaba que alguien estaba allí.
Santi se tensó. Levantó el arma y avanzó con más cuidado, apoyando cada pie como si el suelo fuera cristal. El corazón le latía tan fuerte que temía que lo oyeran desde kilómetros. Se detuvo tras un tronco caído, respiró hondo, y asomó apenas la cabeza.
Lo que vio fue una cabaña pequeña, casi vencida por el tiempo