El olor a combustible quemado todavía flotaba en el aire cuando Victtorio descendió del auto. Los primeros rayos del amanecer apenas tocaban el puerto, pero el suelo seguía tibio, lleno de cenizas y restos del incendio. Luca caminaba detrás de él, tenso, con la mandíbula apretada.
Los contenedores del muelle estaban abiertos como cadáveres destripados. Humo negro se elevaba lento entre los charcos de agua sucia que los bomberos habían dejado atrás.
—Fueron ellos —dijo Luca con voz grave—. Nos están esperando al fondo.
Victtorio ni siquiera giró la cabeza. Era un hombre hecho de rabia, pero esta vez había algo peor en su mirada: calma. Una calma que anunciaba sangre.
—Entonces vamos a darles lo que quieren —escupió —¿Quién carajo tuvo los huevos? —gruñó.
Una ráfaga de disparos respondió la pregunta.
Bala tras bala rebotó en los metales. Luca empujó a Victtorio detrás de uno de los contenedores que aún no se derrumbaban.
—¡Nos estaban esperando! —gritó.
—Perfecto —sonrió Victtorio con u