El otro muelle estaba casi vacío. Solo el crujido viejo de la madera y el golpe del agua contra los pilotes parecía acompañar a Victtorio mientras avanzaba, la mandíbula tensa, los ojos encendidos por la humillación que todavía le ardía en el pecho.
El viento nocturno le revolvía el cabello y hacía chocar las cuerdas de los barcos vacíos. El lugar olía a gasolina, sal y algo metálico… como si la escena misma quisiera advertirle algo.
Victtorio caminó directo hacia el punto donde uno de sus hombres dijo haber visto movimientos sospechosos. Una linterna seguía tirada en el suelo, aún tibia, como si alguien la hubiera dejado caer hacía apenas minutos.
—¿Qué demonios…? —murmuró, agachándose.
Fue entonces cuando vio las dos marcas.
No eran objetos grandes, apenas dos pequeños fragmentos, casi como fichas metálicas, que parecían haber resbalado desde un bolsillo durante una huida apresurada.
Victtorio tomó la primera.
Era oscura, del tamaño de una moneda, y tenía grabado un símbolo:
un halc