La habitación estaba cargada.
El aire parecía moverse solo cuando Aria respiraba… y ni siquiera eso era estable.
Victtorio avanzó hacia ella con pasos lentos, medidos, como un depredador que ya sabía que la presa no tenía salida.
Aria apretó los muslos de forma inconsciente, y esa reacción —mínima, involuntaria— fue lo primero que él notó.
Y sonrió.
No fue una sonrisa amable.
Fue una sonrisa de dominio.
—Quédate quieta —ordenó con voz baja, casi un murmullo áspero.
Aria sintió las rodillas flaquearle.
Él levantó una mano… muy despacio… como si le diera tiempo para arrepentirse.
Ella no se movió.
La yema de su dedo rozó su clavícula.
Apenas un contacto.
Pero Aria dio un leve respingo, cerrando los ojos con fuerza.
—¿Eso te asusta…? —susurró Victtorio, bajando el dedo por su piel con una lentitud torturante—.
¿O te gusta?
Aria abrió los ojos, respirando rápido.
—N-no… Victtorio… eso… eso no—
—No mientas. —Él acercó su rostro al de ella, casi rozando su mejilla—. Tu cuerpo es más sincero