La oficina del senador Adrián Vega era un santuario de sombras y poder. Las cortinas gruesas bloqueaban la luz de la ciudad, dejando entrar apenas una bruma azulada sobre la alfombra persa. Raquel entró balanceando las caderas, pero sin perder la dureza en los ojos. Ella sabía leer a los hombres como cartas descubiertas.
Vega ni se levantó.
—Siéntate.
—Prefiero estar de pie —respondió ella, apoyando una mano en la mesa de caoba.
Vega sonrió por primera vez.
—Así que la famosa Raquel. La que se atrevió a besar a Marchetti frente a medio Manhattan.
—No fue un atrevimiento, senador… —susurró ella acercándose—. Fue un recordatorio.
—¿De qué?
Raquel ladeó la cabeza, provocativa.
—De que algunos hombres no pueden olvidarme tan fácil.
A Vega le gustó esa frase. Más de lo que admitió.
—Necesito información sobre Victtorio Marchetti —dijo él al fin.
Raquel entrecerró los ojos. Ese nombre siempre desataba tensión, fuego o muerte.
—¿Y por qué crees que yo te soltaré algo?
—Porque puedo pagarte m