El eco del cuerno aún resonaba en los oídos de los seis miembros de la manada Luna Creciente cuando salieron de la arena. El aire fuera estaba más fresco, perfumado con incienso y hierbas medicinales. Un amplio salón de piedra los esperaba, dispuesto con camillas, mesas de agua, tazones de frutas y equipos de sanadores. Cada manada tenía su propio espacio, delimitado por estandartes con sus símbolos.
El contraste era brutal: dentro, la selva era mortal; aquí, todo parecía un santuario. Los sanadores corrieron hacia los competidores con vendas, bálsamos y paños húmedos. El murmullo se mezclaba con gemidos de dolor y risas de alivio.
Selene, la tía de Adrián, fue de las primeras en abrirse paso entre la multitud. Su rostro reflejaba ansiedad y cansancio, como si hubiera corrido la carrera junto a ellos.
Al ver a los seis de pie, cubiertos de polvo pero enteros, sus ojos se llenaron de lágrimas. Sin pensarlo dos veces, los abrazó uno por uno.
—¡Dioses, estos juegos van a matarme! —exclam