El aire en la cabaña olía a madera y resina, a descanso tras la batalla. Afuera la luna creciente se alzaba orgullosa, como si vigilara a los suyos. Dentro, los seis integrantes de la manada se habían dispersado: algunos se duchaban, otros apenas se dejaban caer en los sillones, todavía con el polvo del torneo en la piel.
Emili, aún con el corazón latiendo fuerte, se retiró a su habitación. Tomó su comunicador, se dejó caer en la cama y marcó el número que conocía de memoria.
—¿Aló? —la voz grave y serena de su padre la envolvió como un refugio.
—¡Papá! —sonrió, con un nudo de emoción en la garganta—. Necesitaba escucharte… sobrevivimos al primer juego.
Al otro lado hubo un silencio breve, seguido de una carcajada que le recordó la infancia.
—Sabía que lo lograrías. Tu madre está aquí conmigo, y ambos apostamos a que saldrías de esa ronda intacta.
—Apenas… —admitió Emili, con un suspiro—. Fue duro, papá. Las trampas, las arenas movedizas, los troncos que casi nos matan… no se siente c