La herida ardía como fuego. El desgarrón en el muslo izquierdo palpitaba a cada movimiento, recordándole a Emili que, aunque había resistido, había estado demasiado cerca de no contarlo. Adrián la había llevado en brazos hasta su casa, depositándola con cuidado en un amplio sillón de cuero frente a la chimenea encendida. El calor de las llamas bañaba la estancia con una luz dorada y trémula, y el silencio era tan espeso que casi podía escucharse el latido de sus corazones.
Cuando el sanador llegó, la tensión se aligeró un poco. Era un hombre anciano, de cabello blanco y mirada sabia, acostumbrado a lidiar con heridas de guerra. Revisó con calma el muslo de Emili, limpiando la sangre seca mientras ella contenía el aliento.
—Sanará… —dijo finalmente con tono grave—, pero tal vez deje una marca.
Emili tragó saliva y asintió. No le importaba una cicatriz; había aprendido desde muy joven que cada una contaba una historia.
El sanador rebuscó en su maletín de cuero y sacó un pequeño frasco d