264. La reina sin velos.
El silencio que queda después del banquete tiene un sabor metálico, espeso, casi dulce. La cámara aún huele a vino y a piel, y las velas que sobreviven al festín tiemblan como si respiraran. Me quedo sola, finalmente, y la soledad es una criatura que me lame los tobillos mientras camino hacia el espejo. No tengo prisa. Nadie me espera. Nadie se atrevería a tocarme ahora que los cuerpos se han enfriado y las máscaras cayeron una por una.
Camino desnuda sobre el mármol que todavía conserva el calor de tantas manos y de mi propio peso. Siento cómo cada paso es una ofrenda, un eco, un recordatorio de que la reina sigue de pie, incluso cuando la carne se agota. Frente al espejo, la superficie aún empañada refleja una figura que reconozco y temo al mismo tiempo. La luz de las velas apenas toca mi piel, y sin embargo la imagino ardiendo, porque no hay noche que no quiera incendiarme.
Me miro, y no sé si soy la que observa o la que es observada. Mis dedos se deslizan por mis hombros, bajan po