263. El suspiro de los fieles.
El salón donde me reúno con ellos no es el de las intrigas oficiales ni el de las recepciones frías que se celebran bajo la mirada de los ojos que siempre quieren pesar mis gestos, sino un aposento secreto, un refugio preparado para las noches en que la política se disuelve en el roce de la piel, donde las antorchas arden bajas y tiñen de ámbar las paredes, y la mesa que en otras circunstancias serviría para desplegar mapas ahora se cubre de copas, frutas maduras y vino espeso, dispuesto como un sacrificio que ya anuncia que lo que vendrá no será el lenguaje de las palabras, sino el de los cuerpos.
Ellos están conmigo: mi emisario, siempre con esa sonrisa que no sabe si inclinarse a la obediencia o a la tentación de desafiarme; mi caballero, sólido, como si cada movimiento de sus hombros pudiera prometerme protección eterna aunque yo bien sé que en el fondo me desea con un ardor que lo hace vulnerable; mi doncella de fuego, aún temblorosa en su nuevo papel de aprendiz, con los ojos br