265. El jardín de los secretos candentes.
La noche respira distinto cuando abandono el palacio. Hay un perfume húmedo en el aire, una mezcla de tierra recién abierta y savia antigua, y cada paso que doy entre los corredores exteriores me acerca al rumor de hojas que se rozan como cuerpos en un susurro prohibido. Nadie me sigue. He ordenado que no lo hagan. A veces necesito que el silencio me mire sin juicio, que el mundo me recuerde que todavía hay algo vivo más allá del deseo que alimento.
El jardín se extiende como una mancha de sombras bajo la luna. No es un jardín cualquiera. Está al borde de mis dominios, más allá de las fuentes ornamentales y de los senderos de mármol que frecuentan mis cortesanos. Aquí la vegetación crece libre, desobediente, como si las flores mismas hubieran decidido no servir a nadie. Hay orquídeas que parecen suspirar, lirios negros que beben el rocío como si bebieran sangre, y en el centro, un estanque que refleja la luna partida en fragmentos de plata.
Lo veo entonces. El jardinero. Un hombre de