260. El dulce veneno en la copa dorada.
La sala del banquete respira un aire espeso, como si las velas ardieran más despacio y el humo se enroscara en los techos cargado de conspiraciones que nadie se atreve a nombrar; las copas tintinean, las sonrisas se esfuerzan en parecer sinceras, pero yo sé —como siempre sé— que en algún rincón de la mesa la traición ha sido servida con el mismo cuidado con el que se decora un pastel envenenado.
El mayordomo deposita frente a mí una copa dorada, su brillo refleja la danza de las llamas, y yo acaricio el borde con un dedo, fingiendo distraída, mientras los ojos de los presentes siguen cada uno de mis gestos, porque mi boca es promesa y amenaza, porque saben que en mis labios no se posa nada sin intención. Huelo el vino, lo dejo girar, lo observo como si estuviera admirando un rubí líquido, y en ese instante mis pupilas descubren un leve resplandor aceitoso que flota en la superficie. No necesito probarlo para saber: alguien desea verme caer.
—Qué vino tan generoso me ofrecen esta noche