259. No te delataré.
El bufón siempre entra sin anunciarse, como si no reconociera puertas ni jerarquías, como si su cojera y sus harapos fueran la máscara perfecta para moverse libre en un palacio que vigila cada sombra. Esta noche lo hace de nuevo: abre la puerta de mis aposentos con una reverencia exagerada, tambaleándose como si estuviera ebrio de su propio ingenio, y suelta un comentario mordaz sobre lo mucho que brillan mis joyas incluso cuando la luz de las velas no alcanza a cubrir mis hombros desnudos.
—Mi señora, si la luna pudiera hablar, se quejaría de que la eclipsas —dice entre carcajadas, llevándose una copa de vino de mi mesa sin pedirme permiso, bebiéndola de un trago y limpiándose la boca con la manga raída.
Yo río, porque no hay nadie que se atreva a hablarme así, y menos en estos días en que cada noble del consejo mide cada palabra con veneno disfrazado de cortesía. El bufón, con su cojera y su lengua afilada, se ha vuelto un refugio inesperado.
—Cállate, bribón —respondo, estirando la