El silencio era tan pesado que me dolía en los huesos.
Me había quedado encerrada en mi cuarto, con el celular en la mano, sin atreverme a abrir otra aplicación, sin atreverme a volver a mirar esa noticia que recorría las redes como un incendio fuera de control.
Sentía un nudo en el estómago, una presión insoportable en el pecho. Las lágrimas no dejaban de caer, calientes, rebeldes, sin que yo pudiera detenerlas. Y lo peor era la soledad: Rosa no estaba, la casa era un sepulcro vacío, y yo me hundía en ese silencio que solo era interrumpido por mis sollozos.
De pronto, el sonido del teléfono de casa me hizo dar un salto.
Me limpié las lágrimas con torpeza y bajé, respirando hondo, intentando sonar tranquila. Contesté con voz temblorosa:
—¿Bueno?
Una risa burlona me respondió del otro lado. Una risa que me heló la sangre.
—Vaya, vaya… —dijo una voz que conocía demasiado bien—. Así que por fin la mosquita muerta contesta.
Mi corazón se encogió. Era Sarah.
—¿Qué… qué quieres? —pregunté e