El hospital olía a desinfectante y a miedo. Cassandra sostenía la mano de Emma mientras la enfermera tomaba sus signos vitales. La fiebre había subido a 39 grados durante la noche, y aunque el médico de guardia había dicho que probablemente era solo un virus estacional, el pánico maternal de Cassandra no entendía de probabilidades.
—Mamá, estoy bien —murmuró Emma con voz débil desde la camilla, su rostro pálido contrastando con el rubor febril de sus mejillas—. Solo tengo sueño.
Cassandra le acarició el cabello, apartándolo de su frente húmeda. Nueve años siendo la única persona responsable de esa vida habían convertido cada enfermedad infantil en un pequeño apocalipsis personal.
—Lo sé, cariño. Pero prefiero que te revisen bien.
La doctora había ordenado algunos análisis de sangre y una radiografía de tórax para descartar una neumonía incipiente. Mientras esperaban los resultados, Cassandra envió un mensaje a su madre para informarle de la situación. No esperaba que el siguiente mens