3

El mármol helado bajo mis pies descalzos me recordó que ya no estaba en casa.

Aunque… ¿alguna vez tuve una realmente?

La mansión Sokolov olía a madera cara, perfumes importados y secretos podridos. Cada rincón era impecable, como si nadie viviera allí. Luces tenues, cuadros intimidantes, jarrones que costaban más que mi educación completa. Pero no había calor. Nada que latiera.

Ni siquiera las paredes respiraban.

Una mujer de rostro tenso y moño tirante me esperaba en la entrada principal con una tablet y una sonrisa que me hubiera dado miedo si no estuviera tan agotada.

—Soy Ivanna, la encargada de la casa. Le enseñaré sus espacios y las normas básicas.

—¿Normas?

—El señor Sokolov fue claro. Hay reglas que debe seguir mientras viva aquí.

Ah, claro. Cómo olvidarlo.

Vivo aquí, pero no soy de aquí.

Soy la esposa decorativa del mafioso más joven y frío que he conocido.

La esposa temporal.

Seguí a Ivanna por un pasillo interminable decorado con estatuas y lámparas de cristal. Todo era tan perfecto que me daban ganas de ensuciar algo solo para confirmar que no estaba en una maqueta.

Mi habitación estaba en el ala este.

No al lado de la de él.

Por supuesto que no.

—El señor Viktor pidió que se mantenga en esta zona. El ala oeste está restringida.

—¿Y si necesito agua en la madrugada? ¿Me escoltan hasta la cocina?

Ivanna ni parpadeó.

—Todo lo que necesite será traído. No tiene que salir de aquí sin permiso o sin escolta.

—¿Soy una esposa o una prisionera?

—Ambas cosas, si me permite.

La muy bruja sonrió. Yo no.

Porque estaba empezando a sentirlo: la jaula dorada.

La habitación, por supuesto, era preciosa.

Cama king, sábanas que olían a vainilla y un ventanal con vista al bosque. Pero todo me daba la sensación de que, si rompía algo, un sensor secreto activaría una alarma y vendrían a matarme con guantes blancos.

—La comida se sirve a las ocho en punto. No se espera retrasos. No debe hablar con los miembros externos de la familia sin supervisión. Nada de llamadas privadas. Y, por favor, mantenga el perfil bajo. Ya tiene demasiada atención como nueva esposa del heredero.

Me giré hacia ella.

—¿Quién más vive aquí?

—El señor Viktor. El primo del señor, Yaroslav. A veces viene su tía. Nadie más está autorizado a hablarle sin su aprobación.

—Perfecto. ¿Hay también reglas sobre cuántas veces puedo parpadear por minuto?

Silencio.

Ivanna cerró la tablet.

—Cualquier cosa que necesite, llame. Pero no espere calidez. Aquí nadie está por gusto.

Y se fue. Dejándome sola con el eco de esas palabras.

"No espere calidez."

Como si fuera un lujo que ya no me correspondía.

No lo vi en todo el día.

No que lo estuviera buscando, por supuesto.

Solo… notando su ausencia con irritación moderada.

Y curiosidad descontrolada.

Para la hora de la cena, ya había explorado a escondidas el pasillo contiguo al mío, encontrado una biblioteca oculta y oído pasos detrás de una puerta cerrada con doble seguro. Mis sentidos estaban en alerta constante. Este lugar me estaba comiendo viva… despacio.

El comedor parecía un salón de palacio.

Y él estaba allí. Sentado al extremo opuesto de una mesa tan larga que podría haberse usado como pista de aterrizaje.

Viktor Sokolov, con traje negro y mirada que me desnudaba sin permiso.

Me senté frente a él. Una sopa apareció como por arte de magia. El silencio entre nosotros era tan espeso que me daban ganas de gritarle cualquier estupidez solo para romperlo.

—¿Disfrutas tu nuevo hogar? —preguntó sin mirarme.

—Mucho. Siempre soñé con ser una rehén elegante.

Una comisura de su boca se alzó. Apenas.

¿Eso era una sonrisa?

¿O me lo estaba imaginando?

—No eres rehén, Ariadne. Eres mi esposa.

—Con más condiciones que un contrato bancario.

—Lo firmaste.

—Porque me obligaste.

—Porque no tenías elección. Como muchos en esta vida.

Había algo en su tono… cansancio, tal vez. O rabia contenida. No era un hombre feliz. Pero tampoco era alguien que te permitiera sentir lástima por él.

Era un muro. Alto. Frío. Hermoso.

—¿Por qué yo? —solté, por impulso—. ¿Por qué no cualquier otra?

Sus ojos, al fin, se encontraron con los míos. Ardían. Pero no de odio. De algo más denso.

—Porque tú no finges. Y no te vendes fácil.

—Pero lo hice.

—No. Lo hiciste por otros. Y eso te hace útil. Y peligrosa.

Eso me dejó sin palabras.

Él lo notó.

Y volvió a su sopa.

Esa noche, no pude dormir.

El colchón era demasiado suave. La casa demasiado silenciosa.

Y la cabeza demasiado llena de preguntas.

Salí de la habitación descalza, envuelta en una bata de satén que no era mía. Caminé despacio, como una ladrona, hacia la zona prohibida.

El ala oeste.

Una puerta entreabierta.

Voces.

Me pegué a la pared, sin vergüenza.

—No puedes seguir tensando la cuerda con él, Viktor. Tu padre ya sospecha.

Era otra voz. Grave. Masculina. ¿Yaroslav?

—No me interesa lo que sospeche. Mientras me vea casado y en control, seguiré siendo el heredero.

—Pero no puedes contenerla para siempre. La chica no es tonta.

—No necesito que lo sea. Solo necesito que cumpla su parte. Si mi padre sospecha que no tengo el control, perderé mi lugar. No puedo permitirlo otra vez.

Otra vez.

¿Otra vez?

—¿Entonces es solo eso? ¿Control? ¿La elegiste por estrategia?

Silencio.

—¿Y si la estrategia empieza a mirar distinto?

Otro silencio. Más largo. Más espeso.

—No importa —dijo él al fin, seco—. Está aquí por seis meses. Después de eso, se acabó.

Mis pies se congelaron en el mármol.

Mis manos temblaban.

No era solo un juego.

Era una guerra interna.

Y yo era la munición.

Volví a mi habitación con el corazón golpeando como loco. Ya no se trataba solo de mí o de salvar a mi madre. Había algo más. Algo podrido detrás de esta fachada de control.

Y yo tenía que descubrirlo.

A la mañana siguiente, fui a buscarlo.

No esperé permiso. No toqué. Abrí la puerta de su despacho y entré como un huracán en bata.

—Quiero respuestas —espeté, cerrando de un portazo.

Viktor estaba sentado tras el escritorio, leyendo documentos. No se sorprendió. Solo levantó la vista, lento. Como si hubiera estado esperándome.

—Buenos días a ti también, esposa.

—Anoche te escuché. A ti y a tu primo. Lo que dijiste. Que si tu padre sospecha que no tienes el control, perderás tu lugar. ¿Qué significa eso?

No respondió.

Me acerqué.

El corazón me temblaba.

El cuerpo, no.

—¿Qué hiciste antes? ¿Qué perdiste?

—No te metas donde no te llaman.

—Demasiado tarde para eso, ¿no crees?

—No sabes con quién estás hablando.

—No. Pero empiezo a sospechar que tú tampoco sabes quién soy yo.

Se levantó.

Alto.

Insoportable.

Con el traje desabotonado y los ojos oscuros como el pecado.

—¿Qué quieres, Ariadne?

—La verdad. O una maldita razón para no escaparme esta misma noche.

Se acercó. En dos pasos me tenía contra la pared. Su cuerpo no me tocaba, pero el aire entre nosotros era fuego líquido.

—No puedes escaparte.

—¿Por qué? ¿Porque me encerrarás?

—Porque tú tampoco quieres.

—¿Ah, no?

—No.

Y entonces me besó.

No como los idiotas que intentaron besarme antes. No con torpeza o ansiedad.

Lo hizo como si llevara semanas conteniéndose. Como si tuviera que romper algo para sobrevivir.

Su boca en la mía fue un choque.

No tierno.

No dulce.

Violento. Inesperado.

Mi espalda chocó contra la pared.

Su mano me sostuvo la nuca.

Y yo…

Yo no lo detuve.

Porque estaba harta de contenerme.

De fingir que no me afectaba.

De fingir que no me atraía este maldito diablo que me había robado la libertad y el aliento.

Cuando se separó, ambos jadeábamos.

Sus ojos ardían.

Los míos también.

—Eso no fue parte del contrato —murmuré.

—No todo en esta casa sigue las reglas.

Y se fue.

Dejándome ahí.

Con la boca hinchada, el corazón latiendo en las sienes…

y una pregunta clavada en el pecho:

¿Quién está realmente perdiendo el control aquí?

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