2

Hay una cosa que nadie te enseña cuando creces en una familia disfuncional: cómo mantenerte entera cuando el mundo te quiere partida.

El chofer que me recogió en el hospital no dijo una palabra. Solo abrió la puerta trasera del auto negro con vidrios polarizados y esperó a que me subiera como si esto fuera algo que hacía todos los días. Tal vez sí. Tal vez hoy era solo otra transacción en una larga lista de almas vendidas.

Yo.

Con mi bata blanca aún manchada con sangre seca de urgencias.

Con mis zapatillas planas y el cabello hecho un nido.

Subiendo a un coche que olía a cuero caro y peligro.

Porque cuando un Sokolov te manda a buscar, no dices que no. No si quieres seguir respirando tranquila.

La ciudad se fue difuminando tras las ventanas oscuras, hasta que los edificios grises se convirtieron en bosques húmedos y veredas privadas. Entramos por una reja de hierro forjado, enorme como las de los castillos de cuentos… solo que este no era un cuento. Y el príncipe no era un héroe.

La mansión era tan intimidante como el apellido que la poseía. Alta, de líneas severas, gótica y perfecta. Una cicatriz elegante en medio del bosque. Cuando bajé, el silencio lo envolvía todo, excepto por el sonido del agua cayendo en una fuente y el clic de mis pasos temblorosos sobre el mármol.

Viktor me esperaba en el vestíbulo.

Vestido de negro, como si el luto le sentara. Alto, tan malditamente alto que sentí que tenía que erguirme solo para no desaparecer. Su mandíbula era una provocación, y sus ojos, la sentencia.

—Llegaste —dijo, como si le debiera algo.

—No tenía muchas opciones, ¿no?

Levantó una ceja, divertido. Su forma de mirarme siempre me hacía sentir como si ya supiera lo que iba a decir… y también lo que nunca me atrevería a confesar.

—Acompáñame.

El lugar era un laberinto de pasillos con cuadros enormes, alfombras que amortiguaban mis pasos y un aire frío que me calaba los huesos. Entramos a una sala que parecía salida de una película de abogados mafiosos: mesa larga de roble, lámpara de araña, y en el centro… una carpeta negra.

Ahí estaba.

Mi condena.

O mi salvación.

—¿Qué es esto? —pregunté, aunque ya lo sabía. Mi voz era apenas un susurro.

—Un contrato —respondió él, girando lentamente la cabeza hacia mí—. Matrimonio, temporal. Seis meses. Todo legal.

Tragué saliva. Me ardía la garganta.

—¿Y por qué yo?

—Porque me sirves —dijo sin pestañear.

—Eso no es una respuesta.

—Tampoco te estoy pidiendo permiso.

—¿Quieres que firme un maldito matrimonio por conveniencia sin saber ni siquiera por qué?

Él se acercó, despacio. Como si supiera que mi cuerpo quería retroceder, pero mis pies no obedecerían. Tenía ese poder. Esa forma de caminar que convertía cada paso en una amenaza silenciosa.

—Mi padre, el Don —dijo al fin, sin emoción—. Tiene reglas. Exigencias. Para mantener mi lugar, debo casarme. Tener estabilidad, al menos en apariencia. Y tú eres perfecta para ese papel.

Me eché a reír.

Una risa vacía. Desesperada.

—¿Y no pudiste elegir a una modelo, una influencer, una de esas niñas ricas que no tienen nada mejor que hacer que casarse por joyas?

Él inclinó la cabeza, como si disfrutara de mi sarcasmo.

—Ellas no sirven. Tú, en cambio… eres discreta. Inteligente. No haces preguntas. Y no tienes a nadie que pueda intervenir.

Ah.

Ahí estaba.

La verdad.

No era especial. Era desechable. Invisible. Y por eso, útil.

—Esto es una locura.

—Es una solución.

—¿Y después de los seis meses?

—Nos divorciamos. Te quedarás con una compensación económica suficiente para que tu familia no vuelva a tener problemas.

Eso dolió. Que él supiera tanto de mí. De mis deudas. De mi madre enferma. De los agujeros en mi vida que yo me empeñaba en tapar con cansancio y turnos extra.

—¿Me estás comprando?

—No, Ariadne. Te estoy alquilando.

Mi mano voló antes de que pudiera pensar.

Le pegué.

No fuerte. Pero con toda la rabia contenida de años.

Él no se inmutó. Ni siquiera me miró con sorpresa. Solo con algo… que no supe leer. Como si lo hubiera estado esperando.

—Termina de leer el contrato. Te daré diez minutos.

—No necesito diez minutos para decirte que no —espeté.

Él se giró hacia mí. Sus ojos eran cuchillas.

—No me interesa tu moral. Me interesa tu firma. Y créeme, Ariadne, este papel es la opción amable.

Sus palabras me sacudieron más que un golpe.

Y me quedé ahí.

Sola, frente al contrato.

Con cada línea que leía, sentía que me arrancaban algo. El alma. La dignidad. La inocencia, tal vez.

Todo legal. Todo frío.

Y al final… la cifra.

La cantidad exacta que necesitaba para saldar las deudas, pagar el tratamiento de mi madre y recuperar mi casa.

No era un trato.

Era una trampa con moño.

—¿Por qué yo, de verdad? —murmuré cuando él volvió.

Él me miró. Esta vez con una chispa distinta. Algo más… íntimo.

—No es la primera vez que te veo.

—¿Qué?

—Una vez, hace años. En un callejón. Eras una niña. Defendías a tu padre de dos tipos que lo golpeaban por una deuda. No sabías que yo estaba allí. Pero tú… gritabas como si pudieras salvarlo. Como si tu voz bastara.

Sentí un escalofrío recorrerme la columna.

—¿Estabas allí?

—Te recuerdo. A veces, incluso soñé contigo.

—Eso es enfermizo.

—Lo es.

Nos quedamos en silencio. Pero no era cómodo. Era denso. Pegajoso. Lleno de palabras que ninguno se atrevía a decir.

—¿Qué vas a hacer si digo que no? —pregunté al fin, con la voz quebrada.

—Vas a perderlo todo. Incluida la oportunidad de sobrevivir en este mundo. Porque el mundo ya te marcó, Ariadne. Te guste o no, estás dentro. Yo solo te estoy dando una forma de resistir.

Odio admitirlo, pero tenía razón.

Yo ya no tenía salida.

Tomé la pluma.

Temblaba.

El papel crujió bajo mi mano.

Y firmé.

Mi nombre, como un corte limpio.

Cuando levanté la vista, Viktor me estaba observando como si acabara de desnudarme frente a él.

—Bienvenida a mi mundo, esposa.

—Esto no es real.

—Lo será para todos. Así funciona el poder. Se finge hasta que se convierte en verdad.

—¿Y para ti?

Se acercó. Sus dedos rozaron mi barbilla, obligándome a alzar el rostro.

—Este papel no te protege de mí —susurró con voz baja, oscura, y tentadora como un abismo.

Y lo supe.

Ya no era dueña de mí.

No desde que lo miré a los ojos y dejé de correr.

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