No hablamos del beso.
Ni siquiera lo mencionamos en los silencios incómodos que ahora eran más frecuentes. Viktor y yo nos evitábamos como si hubiéramos cruzado una línea invisible que nadie se atrevía a nombrar. Como si ignorarla la hiciera menos peligrosa.
Lo cual era absurdo.
Cada vez que lo veía cruzar un pasillo, el cuerpo me reaccionaba como si hubiera desarrollado memoria táctil. La presión de sus labios, la fuerza contenida en su agarre, su maldita voz ronca al decir "no todo en esta casa sigue las reglas."
¿Y lo peor?
Y cada día estaba más cerca de explotar.
—No me mires así —me soltó una mañana, en la cocina, sin siquiera girarse hacia mí.
—¿Así cómo?
—Como si quisieras preguntarme cosas que no vas a soportar saber.
Tragué saliva. Mis manos sostenían una taza de café que ni siquiera había probado.
—¿Y tú cómo sabes que no las soportaría?
—Porque te tiembla el pulso —dijo, sin más, y se fue.
Así. Sin girarse. Sin esperarme. Sin una puta explicación.
El problema con Viktor no era solo que fuera controlador.
Un día podía mirarme con hielo en los ojos y al siguiente, con fuego.
Pero la tensión sexual no era lo único creciendo en esta casa.
Escuché la conversación desde el pasillo. No me enorgullece haberme vuelto buena en espiar… pero tampoco me arrepiento. Porque las paredes hablaban. Y yo, por fin, empezaba a entender el idioma.
—Hay una filtración —dijo Yaroslav con voz tensa—. Alguien dio información sobre el movimiento de mercancía en el puerto. La policía estaba esperando. Perdimos un contenedor entero.
—¿Detenciones?
—No. Pero estuvieron cerca. Demasiado cerca.
Silencio. Pesado. El tipo de silencio que te sube por la columna como un presagio.
—¿Sabes quién fue?
—No. Pero esto no es un error externo. Es alguien de adentro, Viktor.
Otra pausa.
—¿Tu padre lo sabe?
—No. Y si se entera, culpará a quien tenga más motivos para sabotearte.
No dijeron mi nombre, pero lo sentí flotando en el aire. Como un cuchillo al borde de la garganta.
—¿Crees que fue ella? —preguntó Viktor, sin emoción.
—No estoy diciendo eso.
—Pero lo estás pensando.
Yo retrocedí antes de que me atraparan escuchando, el corazón golpeando como si supiera que acababa de cruzar otra línea. Esta vez, una muy peligrosa.
Esa noche, no cenamos juntos.
No era una carta.
Una imagen borrosa de mí, saliendo del hospital una semana antes de este infierno de matrimonio. Parecía tomada con prisa. Como si alguien hubiera querido capturarme sin ser visto.
Y al dorso, escrito a mano con tinta roja:
"Nada es coincidencia."
Me senté en el borde de la cama, la imagen temblando entre mis dedos.
Nada es coincidencia.
Y entonces, como una aguja perforando un recuerdo, volvió una imagen enterrada en lo más profundo de mi memoria.
Yo tenía siete años.
Una noche, volvíamos a casa. Un grupo de hombres interceptó a papá. Quisieron golpearlo, robarle. Yo grité. Lloré. Pero entonces apareció un desconocido. Alto, elegante. Con traje negro y un acento extranjero. Golpeó a los atacantes con precisión quirúrgica. No dijo palabra. Solo se aseguró de que estuviéramos bien y desapareció.
Pero nunca olvidé sus ojos.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
¿Podía ser?
No. Era imposible.
Al día siguiente, lo busqué. Otra vez.
—Necesito hablar contigo —dije, sin rodeos.
—Yo no —respondió, sin dejar de golpear.
—Encontré esto bajo mi almohada —tiré la foto al suelo entre nosotros—. ¿Fuiste tú?
Él detuvo el saco. Lo miró. Luego a mí.
—¿Estás insinuando que te estoy vigilando?
—No lo insinúo. Lo estoy preguntando directamente.
Se acercó, el pecho desnudo cubierto de sudor. Un dios griego enojado. Yo retrocedí un paso, solo uno. Por orgullo. No por miedo. O eso me repetí.
—¿Quieres saber si te vigilaba antes del contrato?
—Quiero saber si me conocías antes de que firmáramos.
Sus ojos se clavaron en los míos. No se movió. No mintió.
—Sí.
Una sola palabra. Como un disparo.
—¿Qué?
—Sí, Ariadne. Te conocía. Desde antes. Te observé. Te investigué. Sabía quién eras mucho antes de que aceptaras el trato.
El mundo se me desmoronó bajo los pies.
—¿Por qué?
—Porque necesitaba asegurarme de que eras la persona adecuada.
—¿Adecuada para qué?
—Para esto. Para mí.
Lo odié. Por no decirlo antes. Por controlar cada parte de mi vida como si yo fuera una maldita pieza de ajedrez.
—Eres un manipulador.
—Sí.
—Un mentiroso.
—Mentiras a medias, Ariadne. Nunca dije que no te conocía. Simplemente no lo mencioné.
—¿Y eso qué cambia?
—Todo. Porque si supieras desde cuándo pienso en ti… te asustarías.
Me acerqué. Porque estaba harta de huir.
—Dímelo. ¿Cuánto tiempo?
—Desde esa noche. Cuando tenías siete años.
Mi respiración se cortó.
—¿Eras tú?
—Sí. Vi cómo temblabas. Cómo gritabas. Cómo tu padre te arrastró y se olvidó de decir gracias. Y pensé… esa niña no debería vivir con miedo. No debería crecer creyendo que está sola.
Mi cuerpo no reaccionó como debería. No se alejó. No lo abofeteó. No gritó.
—Me vigilaste desde entonces…
—No de forma constante. Pero sí me aseguré de que no te convirtieras en una estadística más. En alguien que nadie extrañaría si desapareciera.
—¿Y ahora?
Se acercó. Más. El sudor de su pecho rozó mi bata.
—Ahora… me asusta cuánto quiero protegerte. Porque eso me vuelve débil. Y la debilidad aquí, Ariadne, se paga con sangre.
No me besó esta vez.
Solo me miró con esa mezcla imposible de posesión y miedo.
Esa noche, mientras fingía dormir, no podía dejar de pensar en una posibilidad.
Viktor Sokolov me conocía desde niña.
Y yo apenas empezaba a preguntarme…
¿Quién soy realmente para él?
Porque si todo fue una mentira…
Y él no era mi salvador.