La mesa era larga. Demasiado larga. Y aún así, cada palabra que se decía parecía rebotar directo contra mi pecho.
La cena del Don no era una cena. Era un espectáculo. Una vitrina. Una farsa bien servida en platos de porcelana blanca con bordes dorados. Los cubiertos de plata tintineaban con una sincronía que me enfermaba. Todos reían, brindaban, hacían comentarios en ruso que yo no entendía del todo, pero no necesitaba traducción. Yo era la extraña. La nota discordante en una sinfonía ensayada desde generaciones.
—Te ves radiante esta noche, nevestka. —Una tía lejana de Viktor me sonrió con dientes perfectos y ojos afilados como cuchillos—. El rojo es el color de las mujeres fuertes. Y peligrosas.
No supe si agradecerle o levantarme de la mesa y correr. Opté por una sonrisa tensa, de esas que usas en los funerales.
Viktor, por su parte, estaba impasible. Como si cenar rodeado de mafiosos bien vestidos fuera lo más cotidiano del mundo. Y quizás lo era. Su copa de vino se alzaba con eleg