Damián Feldman.
Mi padre permanecía sentado, con la espalda recta y las manos apoyadas sobre sus rodillas, tratando de mantener el control. Sin embargo, no dejaba de observarme con ese recelo habitual. No confiaba en mí, pero tampoco se imaginaba lo que realmente pasaba entre Amelie y yo. Y yo estaba muy lejos de decírselo, después de que él me pidió que me alejara, eso iba de sobra.
—Damián —rompió el silencio con un tono seco—, pregunta por Amelie. ¿Qué es lo que está pasando? Nadie nos ha dicho nada y la espera me está carcomiendo.
—Debes mantener la calma, padre. Ella debe estar bien.
Bartolomeo se incorporó, caminó hacia mí con paso lento pero firme, evaluando cada palabra que podía salir de mi boca.
—¿Por qué estás tan preocupado por Amelie? —preguntó, inclinándose apenas hacia adelante.
—No estoy preocupado —respondí, midiendo mi voz—. Solo digo que está esperando a tus hijos. Es tu esposa. Tampoco soy el monstruo que insistes en ver, es lógico que me preocupe un poco.
Frunció