Él estaba ahí. Imponente. Alto, de cuerpo esculpido, cabello oscuro como la noche y una mirada que atravesaba. No tenía nada que ver con el anciano que había imaginado. —Se-señor Feldman… —balbuceé. —Sí. Soy Damián Feldman Jr. ¿Cómo estás? Por un segundo, todo dentro de mí se sacudió. Viéndolo desde esa perspectiva, casarme con Damián no parecía una idea tan descabellada. Era el tipo de hombre que cualquier mujer —con la cabeza en su sitio o no— desearía. Y entonces, mi interior cambió. El temor se transformó en confusión... —Señor Feldman —dije, recuperando la compostura—, quisiera decirle que estoy bien, pero no lo estoy. He leído los acuerdos que usted firmó con mi padre y vengo a decirle que estoy dispuesta a pagar la deuda de mi familia… pero no casándome con usted. Damián dio dos pasos hacia mí, su expresión se volvió aún más seria, más fría. —Creo que está equivocada, señorita Manson. Yo no firmé esos acuerdos. —Su mirada se clavó en la mía desarmándome de inmediato. —Es mi padre quien quiere casarse con usted. De una oficina contigua emergió un hombre mayor, de expresión sombría, pasos pesados y un bastón en mano. Su sola presencia heló el ambiente. —¿Qué…? —susurré, retrocediendo un poco al verlo. —Señorita Manson —dijo con voz grave mientras se acercaba, sus ojos penetrantes y hambrientos me escudriñaban como si ya me poseyera. No. No podía ser real. Aquello tenía que ser una broma cruel. No había forma de que alguien pretendiera forzarme a casarme con ese hombre. Con ese anciano.
Leer másAmelie Mason.
—Quiero el divorcio.
Mis manos temblaban mientras sostenía el papel que mi esposo acababa de entregarme.
No podía ser cierto. ¿Cómo podía creer que esas palabras tan crueles provenían de los mismos labios que, esa misma mañana, me besaron con ternura?
—Por favor... ¿es una broma? Si lo es, fue suficiente —intenté sonreír, fingiendo que nada pasaba.
—Solo di tu precio y fírmalo —gruñó, arrojando los papeles con impaciencia. Su mirada era fría. La mía, deshecha.
—¡Armando! Espera... ¿qué es todo esto? —volvía a leer los documentos una y otra vez, sin comprender lo que pasaba.
Su rostro endurecido no mostraba compasión.
—Recoge tus cosas, Amelie. Debes irte de esta casa ahora mismo.
Negué con la cabeza, una y otra vez. No podía ser verdad, él… él no podía hacerme esto.
Armando se dio la vuelta, pero corrí tras él.
—Mi amor, ¿qué está pasando? Esta mañana te fuiste como siempre, nos besamos, todo estaba bien. ¿Por qué estás haciendo esto?
Se giró con furia, y sus palabras me golpearon más fuerte que una bofetada.
—Ya no te amo, Amelie. Quiero que te vayas ¡Ahora!
—Esta también es mi casa. No puedes echarme así, solo dime por qué... una sola razón.
—Ya no me sirves para nada —escupió con desprecio—. Ni siquiera pudiste darme un heredero. Mi familia está harta de ti.
—¿Es por eso? ¡Pero lo hablamos! Teníamos un acuerdo, íbamos a adoptar. Armando, ¡por favor!
—¡Lárgate! Rosalía está por llegar.
—¿Qué? —palidecí al escuchar ese nombre. Rosalía. Su ex de la universidad.
—¡Que te largues! —rugió Armando, tomándome del brazo. Me arrastró por la sala como si fuera una intrusa, no su esposa.
—¡Fuera de una vez, Amelie! Me das asco. ¡No quiero volver a verte jamás!—¡Armando, no! ¡Por favor, Armando! —supe que suplicar no serviría, pero igual lo hice. Entonces, de un empujón brutal, me arrojó a la calle y cerró la puerta con un golpe que sonó como un disparo.
Me quedé paralizada frente a esa puerta. Mi corazón se rompió en mil pedazos.
Quise morir en ese instante.
Armando, el amor de mi vida, mi esposo por siete años me acababa de echar como si fuera basura. Me había emancipado de mi familia para estar con él. Había invertido hasta el último centavo de mis ahorros para salvar su compañía. Le entregué todo... y ahora no me quedaba nada. Solo el vacío.
Dos meses más tarde
No había logrado recuperarme del divorcio cuando me encontré de pie frente al féretro de mi padre. A mi lado, mi madre se aferraba a mi brazo con fuerza, sollozando con un dolor que desgarraba.
—Debes cumplir la última voluntad de tu padre, Amelie —murmuró entre lágrimas—. No podemos quedarnos en la calle, y menos ahora que estás separada de tu esposo.
Guardé silencio, procesando cada palabra como un puñal. Con cuidado, solté su mano de mi brazo y di un par de pasos hacia el ataúd.
Me dolía su muerte… pero aún más, su traición.—¿Por qué me vendiste, padre? —susurré, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, marcando el inicio de mi condena.
Había arruinado a mi familia por entregarle todo a Armando. Y ahora debía pagar el precio de ese error.
—Hija, ya es hora —dijo mi madre sin un atisbo de culpa, tomándome del brazo para llevarme hacia el hombre que acababa de llegar.
Levanté la cabeza y me sequé las lágrimas con rabia.
—¿Y si no quiero irme? ¿Qué pasa entonces?
El hombre abrió su portafolio con calma y me entregó un documento. Lo leí con detenimiento, y cada línea me fue quitando el aire.
Cláusulas que fueron firmadas por mi padre sin mi consentimiento, si no aceptaba irme con ese hombre, la empresa de mi padre quebraría. Y peor aún, mi madre y mis hermanas quedarían en la calle. Y yo… terminaría en la cárcel.—Esto es estúpido —estrellé la carpeta contra el pecho del hombre, sin importarme las consecuencias.
Mi madre, al ver mi atrevimiento, me pellizcó el brazo con fuerza.
—¡Amelie, por favor! —suplicó entre dientes—. No tienes otra opción. Debes irte con este hombre. Es tu deber ser la esposa del señor Feldman.
Mire al hombre con desprecio—¿Podría darme dos minutos a solas con mi madre? —pregunté sin quitarle la vista.
Él asintió en silencio y se alejó unos pasos. Entonces la miré, dolida, desesperada.
—No me voy a ir. No pienso hacerlo, no soy un objeto, no puedes obligarme, mamá. Estoy pasando por un divorcio, apenas puedo respirar, y ahora me quieres mandar con un desconocido.
—El señor Feldman es tu mejor opción —respondió sin titubeos—. Solo tienes que casarte con él por un año, después... haces lo que quieras.
—¡Ese hombre es un monstruo! —apreté los dientes, conteniéndome.
Mi madre respiró hondo, sin mirarme.
—Ese "monstruo", como tú lo llamas, salvó a esta familia. Ayudó a tu padre más de lo que jamás sabrás. No seas desagradecida, Amelie, haz lo correcto.
El hombre, aun esperando, carraspeó.
Parecía que no tenía más opciones, caminé hacia él con los pies arrastrados, sientiendome condenada y siendo llevada a juicio. Afuera, un auto deportivo esperaba encendido. Tragué saliva, cerré los ojos, y subí.
—Señorita, mi nombre es Eder. Estoy a su servicio, mi señor la está esperando.
—Gracias, Eder —repliqué con una ironía que no lograba ocultar mi amargura, mientras el auto se alejaba rumbo a los barrios más lujosos de la ciudad.
Mi telefono vibro con insistencia en mi bolsillo. Era un mensaje de texto.
«Lamento mucho lo que le pasó a tu padre, ¿podemos vernos? Sé que no fue tu culpa que no pudiéramos tener hijos…¡te extraño!»
Mi corazón se detuvo de inmediato… era él, era Armando.
Damián FeldmanEl matrimonio de mi padre fue una completa locura. Aún no logro entender cómo pudo casarse con una mujer tan joven, prácticamente de mi edad… Es absurdo pensar que esa mujer tenga buenas intenciones.No es más que una oportunista, igual que Magnolia. Solo recordar su nombre me provoca un ardor en el pecho. ¡Maldita seas, Magnolia!Mi teléfono sonó. Era mi padre.—¿Cómo va la noche de tu boda? —pregunté con frialdad.—Hijo, necesito que vayas a la quinta de la colina. Espero verte allí.Rodé los ojos al escucharlo.—¿Para qué quieres que vaya, viejo? Tengo que entregar unos balances de la compañía, trabajo hasta tarde.—Quiero hablar contigo. Te estaré esperando, a las siete en punto.—Padre, ¿de qué estás hablando? Es tu noche de bodas. No quiero ver a tu esposa ni celebrar nada.—Nos vemos a las siete, mi querido Damián. No faltes.Mi padre colgó la llamada y sentí cómo me ardían las mejillas. Nunca había sido capaz de desobedecer sus órdenes. No podía ser como Rosalía
Finalmente, me casé con el señor Feldman. Me tomó de la mano, radiante de felicidad, ajeno a las miradas o comentarios que pudiera provocar entre los asistentes.No hubo celebración. Me condujo directamente al auto, donde Eder ya nos esperaba. Subí primero, seguida por él, que cerró la puerta con decisión.—Vamos a celebrar nuestra noche de bodas, mi querida Amelie.Los nervios me traicionaban. Mis manos temblaban tanto que sentía que iban a desprenderse de mis muñecas. Aún podía echarme atrás. Tal vez la cárcel no fuera tan terrible comparada con lo que me esperaba esa noche. Pero pensaba en Danna y Hanna, mis hermanas, apenas adolescentes, y en mi madre, demasiado mayor para trabajar. Ellas dependían de la compañía... y de mi sacrificio.—Cla… Claro —respondí, con la voz temblorosa.Él miraba por la ventana, sonriendo satisfecho, mientras yo me consumía por dentro. No era su edad lo que me perturbaba. Todos envejecemos. Era la idea de sus manos sobre mi cuerpo, de ser poseída por él
Ni siquiera habían pasado dos días cuando ya todo estaba decidido, el matrimonio con el señor Feldman era un hecho. La mansión bullía de actividad, todos iban y venían como si se prepararan para un gran evento, y yo me sentía como un maniquí de exhibición mientras las encargadas del vestido y el peinado trabajaban con destreza sobre mí.De mi futuro esposo sabía poco. Solo que era un excéntrico millonario, fundador de múltiples empresas en la ciudad, viudo desde hacía diez años y padre de dos hijos: Damián y Rosalía. Al primero no lo había vuelto a ver desde aquel fugaz encuentro en el despacho de su padre.Me sonrojé al recordar lo ingenua que fui al pensar, en un principio, que él sería mi prometido.—Listo, señorita. ¡Está perfecta! —anunció la estilista, sacándome de mi ensimismamiento.—Gracias —respondí con frialdad, y la mujer que arreglaba mi vestido se retiró, dejándome sola frente al espejo.Mis ojos se llenaron de lágrimas. Dolía recordar mi primer matrimonio. Fue sencillo,
Leí el mensaje una vez más… y otra más. Dos meses. Dos largos y humillantes meses desde que Armando me echó a la calle. ¿Y ahora quería verme?Escribí un mensaje impulsivo, desesperado, reclamando respuestas. Pero justo cuando iba a enviarlo, el auto frenó de golpe. Habíamos llegado.Aparcamos frente a una mansión impresionante, de arquitectura moderna, con cristales polarizados y muros en tonos plata.—Hemos llegado, señorita —anunció Eder con formalidad.Miré la pantalla de mi celular. Luego, sin enviar el mensaje, lo guardé en el bolsillo, debía enfrentar mi otra realidad.Eder rodeó el auto y abrió mi puerta con una cortesía que me pareció casi irónica. Descendí y quedé deslumbrada. El lugar era simplemente majestuoso. Caminé tras él, sintiéndome diminuta en medio de tanta opulencia.Imaginaba al tal señor Feldman como un anciano octogenario, posiblemente con varios divorcios encima y una fortuna demasiado grande como para gastarla solo. Un hombre que buscaba compañía por convenie
Amelie Mason. —Quiero el divorcio.Mis manos temblaban mientras sostenía el papel que mi esposo acababa de entregarme.No podía ser cierto. ¿Cómo podía creer que esas palabras tan crueles provenían de los mismos labios que, esa misma mañana, me besaron con ternura?—Por favor... ¿es una broma? Si lo es, fue suficiente —intenté sonreír, fingiendo que nada pasaba.—Solo di tu precio y fírmalo —gruñó, arrojando los papeles con impaciencia. Su mirada era fría. La mía, deshecha.—¡Armando! Espera... ¿qué es todo esto? —volvía a leer los documentos una y otra vez, sin comprender lo que pasaba.Su rostro endurecido no mostraba compasión.—Recoge tus cosas, Amelie. Debes irte de esta casa ahora mismo.Negué con la cabeza, una y otra vez. No podía ser verdad, él… él no podía hacerme esto.Armando se dio la vuelta, pero corrí tras él.—Mi amor, ¿qué está pasando? Esta mañana te fuiste como siempre, nos besamos, todo estaba bien. ¿Por qué estás haciendo esto?Se giró con furia, y sus palabras m
Último capítulo