La orden de la directora Carmenza era la ley absoluta en El Muro.
Carmenza no era solo una burócrata; era una institución. Alta, de rostro anguloso y severo, siempre llevaba el uniforme gris pizarra impecablemente planchado, sin una sola arruga que delatara humanidad. Era conocida por su disciplina de hierro y, más inquietantemente, por su estricto silencio sobre su vida personal y su marido, Marcos.
Su oficina, ubicada en el nivel administrativo superior, era un santuario de orden y burocracia. Para Valentina, se había convertido en la Tierra Prometida.
Valentina usaba los turnos en la lavandería para trazar un mapa mental. Con el trozo de carbón que La Cobra le había dado, dibujaba esquemas rudimentarios en el reverso de las etiquetas de detergente, memorizando la distribución de las alas, los puntos ciegos de las cámaras y la rotación de los guardias.
Pero el juego cambió a la mañana siguiente.
Un guardia entró en el pabellón B, sus botas resonando con eco.
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