El traslado no fue un viaje; fue un descenso.
El autobús blindado devoraba kilómetros de carretera solitaria, alejándose de la ciudad, de la mansión y de los últimos vestigios de la vida que Valentina conocía. Iba encadenada de pies y manos, rodeada de mujeres que miraban al vacío o murmuraban oraciones rotas.
Cuando el vehículo se detuvo, el silencio fue absoluto.
Valentina miró a través de la rejilla reforzada de la ventanilla. Ante ella se alzaba El Muro. No era una prisión cualquiera; era una fortaleza de hormigón gris y acero, una cicatriz en el paisaje diseñada para contener a lo peor de la sociedad, pero también, como susurraban las leyendas urbanas, para silenciar a los enemigos del Estado y a los criminales de cuello blanco que sabían demasiado.
La ironía le quemó la garganta: Nicolás, en su retorcida lógica de protección, la había enviado al lugar más seguro del país para evitar que los Ferrán la mataran. La había salvado encerrándola en una tumba de cemento de la que era imp