Alba
La música se eleva, suave y elegante, como si las notas mismas ignoraran el sabor de la sangre que impregna las paredes. Los violines acarician el aire con una dulzura casi insultante. En la sala, las miradas resbalan sobre mí como cuchillas aceitosas, pulidas por años de hipocresía.
Sandro sostiene mi mano, sus dedos enredándose alrededor de los míos con esa firmeza posesiva que no deja lugar a dudas. Él brilla. O más bien, finge brillar. Cada sonrisa que distribuye es calculada, cada inclinación de cabeza un arma de seducción o intimidación.
— Eres perfecta, susurra, como para asegurarse de que lo sepa.
No respondo. Las palabras, esta noche, son peones demasiado frágiles. Prefiero ofrecerle esa sonrisa enigmática que detesta tanto como adora. Aquella que dice: no te pertenezco del todo.
Un murmullo recorre la sala, como una ola helada que se estrellara contra el mármol. Las cabezas se giran. Las conversaciones se suspenden.
Él.
Acaba de entrar.
Un hombre que no conozco personal