Alba
El papel quemado aún flota en mi garganta.
Me he lavado las manos tres veces. Agua caliente. Fría. Frotamiento hasta la abrasión.
El jabón hacía espuma roja.
Pero sé lo que he tocado.
Y no es culpa.
Es más sucio.
Más profundo.
Más definitivo.
Salgo del hotel antes del amanecer.
Sin mirar atrás. Sin equipaje. Solo lo que llevo puesto. Y esta memoria USB, deslizada en el forro de mi chaqueta.
Mis dedos reconocieron el lugar a ciegas. Reflejo de antigua policía.
¿Doble del mensaje? ¿Prueba? ¿Amenaza? No lo sé.
Pero reconozco los códigos. La paranoia. Las trampas.
Es como una segunda piel. Un mal hábito.
Lo que era antes no me suelta. Aunque ya no lo merezca.
El teléfono prepago vibró a las 5:12.
Una sola palabra en la pantalla.
“Monteverde.”
No hace falta más.
Conozco el protocolo.
Sandro llama.
Y tengo que responder.
La villa de Monteverde sobrevuela Roma como un mausoleo limpio.
Fachada blanca. Caminos cortados con bisturí. Silencios cerrados.
Es allí donde me lleva c