Alba
Pensé que había conocido el miedo.
El verdadero.
El de los pasillos vacíos de la brigada después de una operación fallida.
El de un latido de corazón de más durante una vigilancia.
El que surge en el fondo de los ojos de un hombre que se creía amar.
Pero esa mañana, no es miedo.
Es peor.
Es aceptación.
La resignación fría que se instala cuando uno comprende que no podrá escapar.
Cuando sabe, en el fondo, que ni siquiera quiere huir.
Bajo. Los escalones crujen apenas. La casa está bañada en esa luz azul, pálida, enfermiza, justo antes del amanecer.
Sandro ya está de pie.
Camisa blanca. Manos cruzadas en la espalda. Mirada calma.
Demasiado calma.
— Te vas esta noche, dice.
Me detengo en seco.
Él ni siquiera me mira.
Como si hablara con alguien que ya no existe.
— Dirección Bari. Un contacto en el lugar. Te encargarás de la entrega.
Frunzo el ceño.
— ¿Una entrega? ¿Por qué yo?
Se gira ligeramente. Su mirada me atraviesa.
— Porque es una transacción sensible. Y necesito un rostro neu