Alba
Veo la tormenta en sus ojos.
Y me alimento de ella.
Él ya no habla.
Respira fuerte. Sus fosas nasales palpitan. Su mandíbula se contrae.
Y yo, me quedo inmóvil. Con una calma implacable.
Está tenso como una bestia acorralada, incapaz de elegir entre atacar o huir. Sus gestos están apenas contenidos, su piel vibra, como si fuera a desgarrarme para liberarse de lo que lo encadena. Yo.
Sus manos aún me buscan, pero esta vez, las esquivo, sin brutalidad, con una lentitud calculada, como una bofetada invisible.
— No controlas lo que doy, Sandro.
Mi voz corta el espacio entre nosotros.
Lentamente. Precisamente.
Cada palabra es una hoja.
Cada sílaba una frontera.
Él gruñe. No es un sonido humano. Es animal, es antiguo, es bruto. Me atraviesa como una onda caliente, resuena en mi vientre, llama a algo primario. Pero no flaqueo. Me apoyo en esta ira. Me hago una armadura de ella.
Está a punto de explotar.
Y quiero que explote. Pero no así.
No sobre mí.
No contra mí.
Quiero que implosione, que se derrumbe desde adentro, que se arrodille bajo el peso de su propia tensión.
Se acerca de nuevo, sus manos rozan mis caderas, temblando de un deseo contenido al borde de la implosión. Titubea.
Me mantengo erguida, inquebrantable.
Un muro contra el que viene a estrellarse.
Intenta envolverme, como si eso me fuera a ablandar. Como si pudiera recuperar el poder abrazándome. Lo empujo con la yema de los dedos, suavemente, pero con esa fuerza invisible que dice: no.
— ¿Quieres tocarme? Gana ese derecho.
Una mueca deforma su boca. Aún lo cree. Piensa que una sonrisa puede hacerme ceder. Cree que su fuego es suficiente para consumir mis barreras. No sabe que las mías están hechas de brasas antiguas.
Susurra, con los ojos fijos en los míos:
— ¿Crees que es un juego?
No bajo la mirada. Nunca he bajado la mirada.
— Es una guerra, Sandro. Y gano cada vez que pierdes el control.
Veo la duda. Efímera. Una falla en su armadura.
Quiere creer que controla.
Pero no controla nada.
Se ha convertido en el títere de este fuego que encendió entre nosotros sin comprender que nunca podría controlar las llamas.
Está tan cerca de ceder o de aplastarme en un último reflejo de dominación. Y, sin embargo, no hace nada.
Porque sabe.
Sabe que si se atreve, pierde.
Me doy la vuelta, lentamente, con una desidia que lo vuelve loco. Mi espalda hacia él. Mi nuca expuesta. Mi piel desnuda, frágil, y, sin embargo, inviolable.
Se acerca, otra vez. Demasiado cerca. Siento su aliento rozar mi piel. Sus dedos dudan en tocarme. Su pecho contra mi espalda. Quema. Tiembla.
Susurra, con voz baja, cortante:
— Lo vas a lamentar, Alba.
Cierro los ojos. Y sonrío. Una sonrisa lenta. Cruel. Feroz.
— Quizás. Pero no esta noche.
Me doy la vuelta.
Y lo miro.
Directo a los ojos.
Un silencio. Un latido de corazón suspendido.
Luego lo beso.
No para ceder.
Para marcar.
Mis labios aplastan los suyos. Es brutal. Es cortante. No pide nada. Toma. Da. Y destruye.
Y luego retrocedo.
Inmediatamente.
Él se queda paralizado.
Sus ojos me devoran.
No entiende.
— ¿Ves? Puedo dar. Y volver a tomar.
Él titubea.
Lo veo. Lo siento.
El mundo se quiebra bajo sus pies.
Su aliento es áspero. Su mirada, negra. Tan negra. Llena de violencia, de falta, de furia.
Aprieta los puños. Sus venas sobresalen. Traga algo peligroso. Algo que podría herirme, si se atreviera.
— ¿Quieres que me incline, verdad? ¿Que te suplique?
Le rozo la mejilla con la yema de los dedos. Lentamente. Como se acaricia una hoja. Un arma. Una herida.
— No. Quiero que entiendas que nunca me tendrás por la fuerza.
Lo veo parpadear. Solo una vez. Y ese movimiento minúsculo, es una falla. Una grieta.
Quiero que lo grabe.
Quiero que luche contra sus propios demonios.
Quiero que arda sin consumirme.
Cierra los ojos un segundo. Inhala.
Y retrocede un paso.
Un solo paso.
Pero en ese retroceso, en ese movimiento apenas perceptible hay todo.
Hay una sumisión que no quería dar.
Y yo... la bebo como un elixir.
Él es mío.
No como cree.
Sino como yo he decidido.
Me acerco, esta vez.
Lo rozaré. Justo lo suficiente para sentir su tensión. Su frustración. Su deseo.
Susurro en su oído:
— Descansa, Sandro. Lo vas a necesitar.
Me doy la vuelta.
Y me voy.
Sin una mirada.
Dejando tras de mí un silencio cargado de cenizas incandescentes.
Y en ese silencio sé que arde.
Arderá toda la noche.
Por mí.