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Capítulo 10 — Donde el fuego se enciende

Sandro

Bajé sin ruido, deslizándome en la penumbra como una sombra perseguida por sus propios demonios. Cada paso es una lucha entre la urgencia y la contención, entre este deseo visceral de encontrarla y el miedo que aprieta mi garganta con mano de hierro.

La casa es extrañamente silenciosa, un silencio pesado, casi palpable, que parece contener la respiración. Parece que espera que rompamos este frágil equilibrio, que exploten esta tensión sorda que habita en cada rincón.

Sé dónde está.

Lo siento en lo más profundo de mis entrañas.

Esa habitación, al final del pasillo, donde se ha encerrado. Allí donde se entrega, o se oculta. Allí donde el fuego que arde en su interior consume todo lo que cree poder controlar.

Empujo suavemente la puerta entreabierta.

Ella está allí.

Semi desnuda.

La luz de la luna filtra a través de las persianas, acariciando sus curvas delicadas, dibujando sombras danzantes sobre su piel húmeda, como una iluminación sagrada. Cada músculo, cada pliegue de su carne, cada aliento que retiene me quema los ojos.

Está extendida, la espalda apoyada contra los cojines arrugados, el cabello desordenado alrededor de su rostro, revelando una belleza frágil y salvaje a la vez. Su respiración es irregular, su mirada cautivadora. No está durmiendo.

Me está esperando.

Me quedo allí, paralizado, con la respiración entrecortada, incapaz de apartar la vista.

Ella me mira, sin miedo, sin vergüenza.

Casi con desafío.

Sus ojos brillan con una luz intensa, una llama salvaje, a la vez deseo y guerra.

Siento un escalofrío recorrerme, correr por mi columna vertebral, despertando cada fibra de mi cuerpo. Una lucha sorda comienza entre la razón que grita que me detenga, y el deseo que me ordena que avance.

Me acerco, lentamente, sin un gesto brusco, como se se acerca a una brasa ardiente que se sabe capaz de quemarnos.

Su respiración se acelera, sus dedos rozan nerviosamente las sábanas arrugadas, traicionando una tensión palpable, ¿es miedo o deseo? Quizás ambas.

Estoy a unos centímetros de ella.

El tiempo parece suspendido.

Cierra los ojos un instante, como para calmar la tempestad que la habita.

Luego los vuelve a abrir, y en esa mirada, es todo un mundo que se derrumba y se reconstruye a la vez.

Extiendo la mano y rozo su brazo, esta caricia ligera que enciende un fuego inmediato.

Ella tiembla, como si mis dedos llevaran el peso del mundo.

El silencio se convierte en un grito sordo.

El peso de todo lo que nos separa, de lo que queremos y rechazamos, se concentra en este espacio entre nosotros.

Ella inclina la cabeza, despejando su cuello con una gracia felina, ofreciéndomelo sin reservas.

Vulnerable.

Pero orgullosa.

Lucho.

Lucho contra el deseo irreprimible de posarme sobre sus labios, de romper esta distancia frágil.

Pero ella me desafía otra vez.

"¿Por qué te quedas ahí, Sandro?" murmura, la voz quebrada, vibrante de una fuerza insospechada.

No respondo.

No puedo.

Porque cada palabra sería una debilidad, cada gesto una rendición.

Finalmente, coloco mi mano en su cintura, el calor de su piel me enciende, está ardiente bajo mis dedos.

Ella no retrocede.

Al contrario, se acerca, su aliento caliente acaricia mi cuello, me embriaga, me hace tambalear.

Siento su corazón latir, salvaje, rápido, al compás del mío.

Inclino la cabeza, listo para susurrarle que no quiero romperla, que solo quiero que me elija, que me pertenezca.

Pero las palabras se quedan atrapadas, engullidas por el huracán de deseo que me encadena a ella.

Mis labios rozan su hombro, descienden lentamente por su brazo, trazando un sendero de fuego.

Ella gime, bajo, casi inaudible, un sonido frágil que finalmente rompe la presa.

Apenas me enderezo, cruzo su mirada vibrante, ardiente, suplicante.

Ella me llama sin una palabra, me atrae, me encadena.

La levanto suavemente, la abrazo contra mí, nuestros cuerpos finalmente en contacto, ardientes, hambrientos, sedientos de esa energía que nos negamos a admitir.

Su aliento se mezcla con el mío, nuestras manos se entrelazan, se buscan, se capturan, se prometen un caos delicioso.

El mundo se desvanece a nuestro alrededor.

No hay más que este beso cruel, intenso, hambriento.

Ella cede a la tentación.

Yo cedo a la suya.

El fuego que nos consume amenaza con destruirlo todo, con engullirlo todo.

Sin embargo, en esta hoguera, en el corazón de esta lucha, buscamos una verdad.

Un refugio.

Una promesa.

La sostengo, la deseo, pero también siento que ella me sostiene, que me posee, que se ha convertido en mi caos.

Mi debilidad.

Y estoy dispuesto a perderme por ella, a arder hasta las cenizas, a renacer en este fuego.

Siento su cuerpo contra el mío, cada escalofrío, cada latido, resonar como una promesa ardiente.

Sin embargo, en el mismo momento en que mis labios buscan los suyos con una urgencia devoradora, ella retrocede.

De repente.

Como un golpe de frío que atraviesa mi piel en llamas.

Ella despeja su rostro, sus ojos sumergidos en los míos, negros, ardientes, llenos de una voluntad feroz.

— Detente, no así.

Su voz es un susurro áspero cargado de desafío.

Me quedo paralizado, la sorpresa muerde mis entrañas.

¿Por qué este retroceso cuando todo parecía listo para ceder?

Ella no quiere.

O tal vez no puede.

Cierro los puños, la frustración burbujea bajo mi piel.

No soporto esta batalla de un solo sentido.

Alba se endereza, se apoya contra la pared, cruza los brazos con una insolencia que me destroza.

— Ella juega conmigo.

— Ella prueba mis límites.

— Ella se divierte con esta guerra silenciosa que se libra entre nuestros cuerpos.

Ella avanza, retrocede, me atrae y luego se escapa, como un gato salvaje que se niega a ser domesticado.

La quiero.

La deseo.

Quiero cruzar esta frontera que ella se niega.

Pero ella me empuja de nuevo.

Su mirada es un desafío, una promesa de caos, una trampa en la que estoy listo para caer.

— ¿Crees que voy a ceder fácilmente, Sandro?

susurra, sus labios apenas distantes de los míos.

Gruño, la paciencia al límite.

Cada segundo de espera es un suplicio.

Ella juega con mi fuego y yo ardo más fuerte.

La agarro suavemente por la cintura, la aprieto contra mí, nuestros alientos entrelazados.

Pero ella se arquea, se escapa de nuevo, una sonrisa burlona en los labios.

Ella sabe lo que hace.

Ella sabe que estoy a un paso de perder el control.

Y juega con eso.

Mi mirada se oscurece, la ira mezclada con el deseo.

— Alba, para. Me vuelves loco.

Ella ríe, un sonido áspero, cargado de desafío.

— Ese es precisamente el objetivo.

Aprieto los dientes, incapaz de contener esta explosión que amenaza con arrasarlo todo.

Mis manos se aferran a sus caderas, la acerco más.

Ella se arquea, me ofrece una vez más ese cuerpo ardiente antes de deslizarse fuera de mi alcance.

Retrocede, sus ojos brillan con un destello feroz.

— No esta noche. No como tú quieres.

Me tambaleo, mi control vacila, listo para ceder.

La quiero, pero ella se niega.

Esta lucha se convierte en un juego cruel, una danza peligrosa donde la pasión se entrelaza con el dolor.

Estoy al borde.

No puedo más.

No quiero más.

Pero no sé cómo soltarme.

Y ella, sonríe conquistadora, porque sabe que tiene la partida.

Juega con mi fuego.

Hace arder mi paciencia.

Me empuja al borde del abismo.

Y caigo, inexorablemente.

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