Sandro
Bajé sin ruido, deslizándome en la penumbra como una sombra perseguida por sus propios demonios. Cada paso es una lucha entre la urgencia y la contención, entre este deseo visceral de encontrarla y el miedo que aprieta mi garganta con mano de hierro.
La casa es extrañamente silenciosa, un silencio pesado, casi palpable, que parece contener la respiración. Parece que espera que rompamos este frágil equilibrio, que exploten esta tensión sorda que habita en cada rincón.
Sé dónde está.
Lo siento en lo más profundo de mis entrañas.
Esa habitación, al final del pasillo, donde se ha encerrado. Allí donde se entrega, o se oculta. Allí donde el fuego que arde en su interior consume todo lo que cree poder controlar.
Empujo suavemente la puerta entreabierta.
Ella está allí.
Semi desnuda.
La luz de la luna filtra a través de las persianas, acariciando sus curvas delicadas, dibujando sombras danzantes sobre su piel húmeda, como una iluminación sagrada. Cada músculo, cada pliegue de su carne