(Punto de Vista de Catalina)
El amanecer en la mansión Moretti era un espectáculo que nunca me había detenido a mirar: la luz dorada se colaba por las rendijas de las persianas, dibujando rayas sobre el mármol como si fueran barrotes. Me dolía el brazo donde la bala había rozado la piel, pero el dolor era un recordatorio menor comparado con el que sentía en el pecho. Dario había vuelto vivo, cubierto de hollín y con esa mirada que parecía haber visto el infierno y haberlo dejado atrás.
Me había besado con hambre, como si quisiera borrar la noche entera con su boca, y luego me había ordenado dormir. «Mañana nos casamos», había dicho, y la palabra se había quedado flotando en el aire como una sentencia.
Ahora, frente al espejo del tocador, me miraba sin reconocerme. El vestido que Elena —mi madre— había elegido era negro. No blanco. No ivory. Negro. «Un velo de luto por la libertad que pierdes», había murmurado mientras me ayudaba a abrochar los botones de encaje en la espalda. El corsé