(Punto de Vista de Dario)
El sol se hundía en el mar de Sicilia como una bala de plomo derretido. Desde la terraza de la fortaleza, Palermo se extendía debajo: un laberinto de calles empedradas, iglesias barrocas y puertos donde mis barcos descargaban cocaína colombiana y armas checas bajo la cobertura de la noche. El viento traía olor a sal, pólvora y traición.
Viktor Heller llegaría al amanecer.
Lo sabía porque mi informante en Hamburgo —un ex-Stasi con una cicatriz que le cruzaba el ojo izquierdo— había enviado un mensaje cifrado: «El lobo cruza los Alpes. Lleva colmillos y un regalo». El regalo era Catalina. O eso creía el bastardo.
Estaba en el despacho, una sala de piedra con mapas antiguos en las paredes y una mesa de roble donde había torturado a más de un traidor. Santoro revisaba el perímetro con binoculares térmicos; Marco coordinaba los francotiradores en las torres; Luca, mi contador, movía millones desde cuentas en las Caimán para sobornar a la Guardia di Finanza.
Y yo… y