Las puertas de roble del despacho de Esteban se cerraron con un sonido definitivo, como un ataúd sellando su antigua vida. El aire, cargado con el aroma a cuero añejo y el brandy de importación que su padre siempre bebía como un ritual, de repente le pareció a Valeria irrespirable. Una jaula perfumada.
Esteban se instaló tras su monumental escritorio, el mismo desde donde había dirigido los destinos de un imperio y, ahora ella lo sabía, había orquestado su ruina. Ricardo se situó a su lado, una estatua de ambición y desdén, cruzado de brazos. Dos titanes frente a dos jóvenes que se atrevían a desafiar su órbita.
—Siéntense —ordenó Esteban. Su voz no alzaba el tono, pero cada palabra era un latigazo de autoridad.
Valeria se sentó al borde de la silla, la espalda recta como una tabla, mientras Mauricio, a su lado, exhalaba un suspiro apenas audible, preparándose para el combate.
—Vamos a aclarar este desagradable asunto de una vez —comenzó Esteban, reclinándose en su sillón como un rey