La noche era quieta, solo rota por el leve rumor de la ciudad más allá de las ventanas. Gloria, sentada en el sofá, observaba con aparente calma cómo Stella preparaba su infusión de hierbas, un ritual inquebrantable antes de dormir.
Gloria había estudiado cada movimiento, cada segundo de la rutina de su carcelera. Sabía que esa taza de té era su punto débil, el momento de distensión antes de caer en un sueño profundo.
Cuando Stella se sirvió la bebía humeante, Gloria se levantó y se acercó a la cocina con paso casual.
—Stella, ¿me das un poco? —preguntó, fingiendo un temblor en las manos—. Creo que lo necesito, por los nervios de mañana.
La mujer la miró con sus ojos siempre alerta, pero no discutió. Asintió con sequedad y se dio la vuelta hacia el gabinete en busca de otra taza.
Fue el instante que Gloria necesitó. Con movimientos rápidos y silenciosos, sacó un pequeño frasco de su bolsillo —el mismo tranquilizante que Ricardo le había obligado a tomar en sus primeros días d