Mundo ficciónIniciar sesiónLa luz del atardecer se filtraba por la ventana de la antigua casona de la finca Montenegro, iluminando el polvo que danzaba en el aire como esporas de un secreto a punto de germinar. Elías Alvareda —o como ahora se hacía llamar, Elías Montenegro— permanecía de pie, inmóvil, con la tableta en una mano. En la pantalla, brillaba el correo de confirmación. Valeria Brévenor había aceptado la oferta.
Una sonrisa lenta, cargada de una satisfacción amarga, se dibujó en sus labios. No era una sonrisa de alegría, sino de triunfo frío, la del jugador que ve caer la primera ficha en el tablero después de años de planificación.
Su estatura —1,88 metros— llenaba el espacio de la habitación con una presencia que era a la vez física y emocional. Su complexión atlética, forjada entre el trabajo en los viñedos y el peso del rencor, se recortaba contra la luz dorada del ocaso. Tenía el cabello castaño oscuro, desordenado como si el viento de la montaña se hubiera encargado de peinarlo. Pero lo más impactante eran sus ojos: de un gris tormentoso, penetrantes, con una intensidad que podía sentirse como un escalofrío. Esa mirada había aprendido a ocultar demasiado, pero ahora, en la soledad de su estudio, permitía que ardiera en ella el fuego de la venganza.
Bajo el ojo izquierdo, una cicatriz tenue, casi imperceptible, cruzaba el arco superciliar. Un recuerdo físico de los años difíciles, de peleas callejeras y trabajos rudos que había tenido que aceptar para sobrevivir lejos de todo lo que alguna vez había conocido.
Por fin, pensó, y la palabra resonó en su mente como el eco de un juramento. Por fin, Esteban Brévenor, tu preciada heredera caminará entre las ruinas de lo que nos arrebataste.
Sabía que Valeria era la única hija de Esteban, unos cuatro o cinco años menor que él. Había intentado conseguir una foto, pero los Brévenor eran expertos en proteger su privacidad. La imaginaba como una mujer joven, quizás mimada, seguramente arrogante, criada entre algodones y lujos manchados por el fraude. Pronto la tendría frente a frente, en su territorio, donde cada piedra, cada vid, le recordaría la traición de su familia.
Su mirada se desvió hacia la ventana, hacia los viñedos que se extendían en pendiente. Esta tierra, la finca Montenegro, la había heredado hacía poco más de un año de su tío materno, Lucius, un hombre hosco pero de corazón noble que le había dado refugio cuando más lo necesitaba. Fue Lucius quien, en su lecho de muerte, le contó la verdad completa: cómo Esteban Brévenor, entonces un joven viticultor ambicioso, había urdido una trampa financiera y legal que llevó a la quiebra a su padre, Javier Alvareda. No solo les arrebató sus viñedos, sus bodegas y su nombre, sino que, en un último acto de desesperación por salvar al menos una parte de su legado —la última cosecha de la añada 1998—, Javier sufrió un grave accidente en la bodega. Nunca se supo si fue realmente un accidente.
Su familia, destrozada y humillada, había huido de Brévena hacia Costa Serena, una ciudad costera a cientos de kilómetros de distancia. Allí, lejos de todo lo que conocían, comenzaron de cero. Su madre encontró trabajo como costurera; él, siendo apenas un adolescente comenzo en trabajos de carga en el puerto. Pero su padre, Javier, nunca fue el mismo. La traición y la pérdida lo habían quebrado por dentro. Murió años después, amargado y silencioso, con la mirada perdida en un horizonte que ya no incluía viñedos.
Elias abrió un cajón de su escritorio y sacó una fotografía descolorida, manchada por el tiempo y la humedad. En ella, dos hombres jóvenes, con las mangas de la camisa remangadas y sonrisas auténticas, posaban junto a una barrica de roble. Uno era Esteban Brévenor, con una expresión que Elias solo podía describir ahora como una máscara de amistad. El otro era su padre, Javier Alvaredo, de rostro anguloso y mirada intensa y franca. Sostenía una pequeña placa de madera que rezaba: "Cosecha Alvareda 1998". Al darse la vuelta, la dedicatoria, escrita con la letra firme y segura de su padre, le clavó una daga en el corazón, como cada vez que la leía: "Para Esteban, que el tiempo no seque nuestra cosecha. Javier Alvareda."
Y pensar que menos de un año después, ese mismo hombre, al que su padre llamaba amigo, lo traicionaría sin pestañear, robándole no solo su cosecha, sino su legado, su salud y, finalmente, su vida.
Sus padres, hasta el final, le suplicaron que no buscara venganza. "Sigue adelante, Elias", le decía su madre con voz quebrada. "No dejes que el rencor envenene tu vida como envenenó la de tu padre".
Pero él no podía. No cuando les habían quitado todo. No cuando recordaba a su padre, un gigante para él, reducido a una sombra. Había vuelto a Brévena con una identidad prestada y un propósito inquebrantable. Y ahora, con Valeria a punto de llegar, la primera pieza de su venganza estaba en movimiento.
No solo quería hundir a los Brévenor. Quería recuperar lo que era suyo por derecho. Quería Finca Alta, el corazón original de los viñedos Alvaredo, la joya que Esteban había incorporado con descaro a su imperio y rebautizado como "Finca Diamante"
Dejó la fotografía sobre el escritorio, al lado de un contrato de compraventa antiguo y amarillento que demostraba la propiedad original de los Alvareda sobre Finca Alta. Su plan era arriesgado, una apuesta temeraria. Usaría a Valeria para llegar a su padre, para hacerlo vulnerable, para exponer su fraude ante el mundo.
—Que empiece el juego, Brévenor —murmuró para sí, sus ojos grises brillando con una luz gélida—. Tu hija será la llave que abra la jaula de tus mentiras. Y cuando lo haga, te aseguro que no habrá botella de vino lo suficientemente cara para lavar tu honor.







