96. Autopista al infierno.
Narra Lorena.
El coche avanza por la carretera despintado, humeante, con el capó atado por alambres improvisados. La noche cae espesa como alquitrán sobre los árboles deformes que bordean la ruta. A nuestro alrededor, nada más que el murmullo áspero del viento, el crujir del motor agonizante y la voz chillona de un locutor local que anuncia con entusiasmo la fiesta de la cosecha de algún pueblo perdido.
Danny, al volante, tamborilea los dedos sobre el volante al ritmo de una canción que no conoce. Tararea, con esa energía ciega de quien no comprende realmente en qué pozo se ha metido. Yo, o Leo, como ella me llama, voy en el asiento del acompañante, encorvado bajo la chaqueta ancha, el pelo recién cortado rascándome la nuca, la mirada fija en el retrovisor como si fuera un condenado que sabe que la soga ya roza su cuello.
—Oye, Leo… —dice Danny, ladeando la cabeza sin apartar los ojos del camino—. ¿Estás seguro de que no te siguen?
La pregunta suena inocente, pero su tono tiene una vi