97. Dientes de plomo.

Narra Lorena.

La calma dura exactamente ocho minutos.

Ocho minutos en los que Danny canta bajito una canción pop ridícula, ajena al huracán que se cierne sobre nuestras cabezas.

Ocho minutos en los que mis manos dejan de temblar.

Ocho minutos en los que, por primera vez en mucho tiempo, me permito pensar que tal vez, solo tal vez, podríamos lograrlo. Hasta que los veo.

Luces azules rebotando en el horizonte. Otro control, pero este no es como el anterior. No hay conos. No hay formalidades. Aquí hay fusiles, hay cazadores.

Danny también lo nota. Baja la velocidad casi instintivamente.

—¿Qué hacemos? —pregunta en un susurro.

—No frenes —digo, sin pensarlo.

—¿Qué?

—No frenes. Pisa el maldito acelerador.

Me mira, horrorizada.

—¿Estás loco?

—¡Hazlo! —grito, y no soy yo quien grita, es el instinto, es la mujer acorralada que no piensa morir esta noche.

Danny, bendita sea, no discute.

Pisa el acelerador.

El escarabajo ruge, más por desesperación que por potencia, y volamos hacia el control.

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