Narra Lorena.El coche avanza por la carretera despintado, humeante, con el capó atado por alambres improvisados. La noche cae espesa como alquitrán sobre los árboles deformes que bordean la ruta. A nuestro alrededor, nada más que el murmullo áspero del viento, el crujir del motor agonizante y la voz chillona de un locutor local que anuncia con entusiasmo la fiesta de la cosecha de algún pueblo perdido.Danny, al volante, tamborilea los dedos sobre el volante al ritmo de una canción que no conoce. Tararea, con esa energía ciega de quien no comprende realmente en qué pozo se ha metido. Yo, o Leo, como ella me llama, voy en el asiento del acompañante, encorvado bajo la chaqueta ancha, el pelo recién cortado rascándome la nuca, la mirada fija en el retrovisor como si fuera un condenado que sabe que la soga ya roza su cuello.—Oye, Leo… —dice Danny, ladeando la cabeza sin apartar los ojos del camino—. ¿Estás seguro de que no te siguen?La pregunta suena inocente, pero su tono tiene una vi
Narra Lorena.La calma dura exactamente ocho minutos.Ocho minutos en los que Danny canta bajito una canción pop ridícula, ajena al huracán que se cierne sobre nuestras cabezas.Ocho minutos en los que mis manos dejan de temblar.Ocho minutos en los que, por primera vez en mucho tiempo, me permito pensar que tal vez, solo tal vez, podríamos lograrlo. Hasta que los veo.Luces azules rebotando en el horizonte. Otro control, pero este no es como el anterior. No hay conos. No hay formalidades. Aquí hay fusiles, hay cazadores.Danny también lo nota. Baja la velocidad casi instintivamente.—¿Qué hacemos? —pregunta en un susurro.—No frenes —digo, sin pensarlo.—¿Qué?—No frenes. Pisa el maldito acelerador.Me mira, horrorizada.—¿Estás loco?—¡Hazlo! —grito, y no soy yo quien grita, es el instinto, es la mujer acorralada que no piensa morir esta noche.Danny, bendita sea, no discute.Pisa el acelerador.El escarabajo ruge, más por desesperación que por potencia, y volamos hacia el control.
Narra Lorena.El mundo parece detenerse cuando cruzamos la vieja gasolinera abandonada al borde del último pueblo.Danny, con las manos firmes en el volante, su cabello desordenado por el viento, sonríe por primera vez en horas.—Lo logramos, ¿no? —susurra, como si tuviera miedo de romper el hechizo.—Eso parece —respondo, aunque algo en mi pecho me grita que no cante victoria tan rápido.La carretera se abre delante de nosotros, desierta, dormida bajo el cielo negro.No hay luces azules.No hay coches negros.No hay balas.Solo el ronroneo lastimero del escarabajo y nuestro alivio a medio cocer.Danny ríe, una risa rota pero genuina.—Cuando llegue a casa, voy a abrazar a mi mamá tan fuerte que le voy a romper las costillas.Yo sonrío también, aunque sé que mi destino no es tan simple.No tengo una casa.No tengo una madre que me espere.No tengo nada.Solo enemigos.Solo sangre pendiente.Pero, por un segundo, dejo que esa risa me caliente los huesos.Por un segundo, me permito imag
Narra Ruiz.La puerta chirría cuando entro. No porque esté rota. Porque quiero que suene. Quiero que sepa que llegué. Que me sienta antes de verme. Que el sonido le baje por la espina dorsal como una advertencia suave. Estoy de buen humor. El tipo de humor que tiene un dios cuando castiga con elegancia.Lorena levanta la cabeza. Está sentada en la silla, con los tobillos cruzados como si todavía estuviera en control. Hermosa, incluso en ruinas. Esa mujer no entiende que no se la puede doblegar, solo se la puede romper desde adentro. Como a una caja fuerte vieja: no sirve forzarla, hay que conocer su código.—¿Así que volviste a los escenarios? —le digo, con una sonrisa ladeada—. Aunque debo admitir que esa peluca te hacía ver como una extra de novela barata.Ella no dice nada al principio. Pero sé que va a hablar. Siempre lo hacen. El silencio no es resistencia, es estrategia. Y yo inventé ese juego.—¿Dónde está la piba? —me pregunta al fin. La voz firme. Como si no le doliera.Enton
Narra Ruiz.No hay furia más pulida que la de un hombre humillado frente a su propio imperio.Ahí está. Sentada como si todavía creyera tener alguna carta en la mano. Como si no entendiera que el juego terminó el día que me robó no solo el dinero, sino los secretos. Los discos duros, Lorena. Eso es lo que realmente duele. Los códigos. Las rutas. Los nombres. Mi alma encriptada en ceros y unos. ¿Y encima te atreviste a encerrarme? A mí.Apoyo la palma en la mesa. No golpeo. No levanto la voz. Solo dejo que el silencio trabaje. Es un perro fiel cuando se lo alimenta bien.—¿Y ahora qué? —le digo, con la voz baja, como si estuviéramos compartiendo un secreto—. ¿Esperás que te dé las gracias por no haberme matado?No responde. Perfecto. Que trague saliva. Que recuerde el galpón oxidado donde me tuvo encadenado como un perro callejero. Que recuerde cómo me miraba mientras decidía si matarme o no. Que entienda que no me olvidé de nada.—Al final me eligieron —le digo, acercándome, bajando e
Narra Lorena.No hay barrotes visibles. No hay cadenas en mis muñecas. Pero el aire aquí dentro pesa como concreto húmedo. El encierro no siempre es un cuarto cerrado. A veces es una voz que te conoce mejor que vos misma, que susurra cosas que quisieras no recordar.Y Ruiz… él nunca olvida.Está parado frente a mí como un dios de guerra en su templo privado, vestido de negro, con ese brillo maldito en los ojos que siempre anuncia que algo está a punto de romperse. Tal vez una promesa. Tal vez yo.—No dijiste nada cuando te abrí la puerta —murmura, con esa voz sucia de poder que le arrastra las palabras como si acariciara la amenaza.—¿Qué esperabas? ¿Una reverencia? —le escupo, pero mi voz no tiene filo. Me traiciona. Él lo nota.Sus pasos suenan suaves, silenciosos, pero se acercan como un temblor bajo tierra. Se detiene a pocos centímetros, tan cerca que siento su perfume —esa mezcla imborrable de humo, madera quemada y algo salvaje que no tiene nombre— y también el calor de su cuer
Narra Ruiz.Me quedo un rato en la penumbra. El cigarro arde entre mis dedos como si tuviera más derecho que yo a respirar esta noche.La cama aún caliente detrás mío. El cuerpo de Lorena impregnando el aire con ese perfume que me confunde, que me arrastra, que me jode.Me jodió muchas veces, en muchos sentidos. Pero esta última... esta última no se la perdono.El celular vibra en la mesita. Uno de mis hombres. Uno que todavía respira por misericordia, no por mérito.—¿Qué mierda querés ahora? —escupo, sin dar margen para titubeos.—Jefe… la camioneta de Clarita apareció. Abandonada. Pero ni rastro de ella ni del maletín. Parece que se bajó en la terminal, hay cámaras, pero no sabemos si tomó algún micro.Aprieto el puente de la nariz con dos dedos. La paciencia es un lujo que no puedo permitirme.—Escuchame bien, imbécil. Tenés veinticuatro horas para encontrarla. Si no, te busco yo, y no vas a tener adónde escapar. Y te juro que lo que le iba a hacer a ella, te lo hago a vos… y sin
Narra Lorena.No hay reloj en la pared, pero siento que pasaron horas.Quizás días. O toda una vida.La habitación está diseñada para romperme. Demasiado suave. Demasiado blanca. Demasiado limpia. No hay barrotes, ni cadenas, ni candados… pero todo está cerrado.Hasta mi voluntad.Ruiz es un experto en encierros disfrazados de lujo. Lo sé. Me preparé para esto. Pero no esperaba sentir su lengua otra vez bajando por mi cuello, ni sus manos acariciándome como si aún me perteneciera. Y mucho menos… que me temblaran las piernas después.No.No voy a caer. No otra vez.Toco mis labios con la yema de los dedos, como si pudiera borrarlo. Como si pudiera arrancarme de la piel el sabor de su traición, del deseo torcido que sigue latiendo aunque me duela.La puerta se abre.Y entran ellas.Dos mujeres, vestidas de blanco, como si vinieran de un convento o de un culto silencioso. La primera es rubia, delgada, tan pálida que sus venas parecen tinta azul bajo la piel. La otra es morocha, más