80. El arte de moldear muñecas.
Narra Ruiz.
Los motores rugen como bestias hambrientas en la calle mientras las luces parpadean, volviéndose locas bajo los disparos.
Corro, o más bien cojeo a toda velocidad, con la sangre pegajosa en mi pierna, las costillas doliéndome como si me hubieran embutido un puño de hierro caliente.
Pero no me importa.
Estoy vivo.
Y más que eso: estoy ganando.
Detrás de mí, Clarita viene cubriéndome, disparando sin piedad contra cualquier sombra que se mueva.
La pelirroja —Carla, creo que se llama— le sigue el ritmo, riéndose como una chiquilla que acaba de robar una joyería.
—¡Por acá, jefe! —grita Clarita, apuntando hacia un portón trasero medio oxidado.
Jefe.
¿Escuchaste eso, Lorena?
Jefe.
Río bajo mientras nos lanzamos contra el portón, lo derribamos entre hombrazos, patadas, y una descarga de rabia contenida.
La noche nos recibe afuera, sucia y gloriosa, como una amante olvidada.
Un par de motocicletas esperan.
Otras dos chicas —las más jóvenes, las más impresionables— ya están montada