552. El rey sin corona.
Narra Ruiz
Villa muere, y yo me quedo mirándolo como si estuviera presenciando la caída de un payaso que nunca aprendió a sacarse la máscara, y lo curioso es que ni la muerte le arranca esa sonrisa de imbécil, la tiene clavada en los labios como si fuera un tatuaje, una cicatriz de felicidad que nunca me perteneció pero que él me entrega ahora como su herencia maldita, y me doy cuenta de que lo único que odié más que su obsesión era ese fuego ridículo en los ojos, ese brillo que ni con el último aliento se apaga.
Lo sostengo un instante, con la navaja todavía enterrada en su pecho, y siento cómo la sangre me empapa la mano, caliente, pegajosa, casi íntima, como si de pronto estuviéramos compartiendo algo más que golpes, como si me hubiera convertido en la esposa que siempre soñó y este fuera nuestro casamiento improvisado, un matrimonio de cuchillos y sudor, pero yo no vine a cumplir fantasías sino a cobrarme deudas, y aunque sé que mi libertad dura lo que un suspiro, el lujo de matar