477. Libros y piel.
Narra Dulce.
Es temprano.
Muy temprano.
El sol apenas comienza a deslizarse por el borde de las cortinas de seda, filtrándose en rayas delgadas que parecen flotar en el aire. El silencio es tan denso que escucho mi propia respiración. Algo, no sé qué, me llama hacia afuera. No es solo curiosidad ni hambre; es una urgencia más íntima, como si necesitara comprobar que lo de anoche no fue un sueño, que todo —las palabras, la risa, el calor del vino y esa sensación de estar, por fin, en un lugar sin cuchillos detrás de cada puerta— sucedió de verdad.
Me levanto despacio, todavía envuelta en el aroma de las sábanas, que huelen a vainilla y algo más, algo que no puedo nombrar. Salgo del cuarto en puntas de pie, como si hubiera un pacto invisible de no romper el silencio.
Avanzo por la casa con un andar entre sigiloso y deliberado, sintiendo el frío de los mosaicos bajo mis pies desnudos. Paso junto a un gran espejo ovalado que refleja mi silueta desordenada, el cabello recogido a medias, y